Cuando fui a votar en las recientes elecciones generales, tuve que hacer cola para poder utilizar un bolígrafo que, atado a una mesa, permitía marcar las casillas de la papeleta del Senado. Una chica muy joven, que temía confundirse con las papeletas, se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Cuál es el partido de Pedro Sánchez?» Mi respuesta la dejó tranquila, pero a mí su pregunta me intranquilizó un poco. Me quedé pensando en cuáles serían los motivos de esta ciudadana para votar a su candidato, si ni siquiera sabía a qué partido pertenecía. Los líderes políticos, sus declaraciones y las relaciones estratégicas entre los partidos monopolizan la esfera pública, pero ¿cuánto de todo ese ruido, de toda esa avalancha de información y comentario, se sedimenta finalmente en la voluntad política de cada votante? No mucho, seguramente. La política es omnipresente, pero se percibe como un espectáculo. Los candidatos se juzgan principalmente por sus cualidades personales y no por sus propuestas, y cada movimiento de los partidos se sigue y comenta al minuto, pero con el suspense que suscitan otros entretenimientos como los encuentros deportivos o las series de televisión. Pierre Bourdieu comparaba las conversaciones cotidianas sobre política con las frases triviales sobre la lluvia y el buen tiempo que intercambiamos en los ascensores. Pero no podemos culpar sólo al público de esta mezcla, tan curiosa, de atención permanente y conciencia política epidérmica. El propio sistema político y los medios de comunicación la favorecen.

Por ejemplo, ahora mismo, en este intermedio entre dos elecciones. Nos parece que ya hemos cumplido con la esencial obligación cívica de votar en las elecciones generales. Las otras se toman casi siempre un poco menos en serio. Especialmente las europeas, que para muchos ciudadanos versan sobre asuntos aburridos y lejanos, y que por tanto permiten un voto más irresponsable y lúdico (recordemos a Ruiz Mateos, que obtuvo un escaño en la época de sus apariciones públicas vestido de Superman). Sin embargo, las elecciones europeas son cruciales. Desde la reforma constitucional de 2011, que limita la capacidad de endeudamiento del Estado a los márgenes fijados por la Unión Europea, la posibilidad de mantener los servicios públicos de nuestro escueto Estado del bienestar ya no depende de los gobiernos tanto como antes. Y aunque en los debates televisados entre los cuatro candidatos presidenciales no se habló mucho de cuestiones económicas, pudimos obtener algunas pistas. La izquierda está dispuesta a aumentar y hacer más equitativas las cargas fiscales, pero no aclara si los ingresos que espera obtener serán suficientes para cubrir los gastos. La derecha defiende la bajada de impuestos con el argumento de que asfixian la actividad económica y producen, al final, más desempleo y más pobreza, pero no explica cómo se mantienen los servicios públicos si se eliminan impuestos. Tenemos que ampliar el campo de visión para comprender que ese debate no se decide entre esos cuatro candidatos, ni se decide siquiera en el tablero político nacional. A largo plazo, la supervivencia del Estado del bienestar o su liquidación neoliberal dependerán, más bien, de si la Unión Europea es favorable o no a las políticas sociales de los Estados que la integran, y no debemos olvidar que, en los años duros de la crisis, la Unión Europea depuso o torció el brazo a los gobiernos contrarios a sus directrices. Y pasa lo mismo con otros asuntos importantes. El auge de la ultraderecha en España será todavía más preocupante si se consolida en las elecciones europeas y suma sus fuerzas a esa marea de partidos nacionalistas que crece en Francia, Hungría, o Alemania. Estos partidos formarán un bloque heterogéneo y confuso, porque persiguen objetivos diferentes e incluso contradictorios, pero tendrán algo en común: la capacidad de desestabilizar y volver imprevisible la política europea, como ha sucedido hasta ahora en Reino Unido.

Pero no es probable que en los próximos días oigamos hablar mucho de todo esto. En el río revuelto de las elecciones europeas, autonómicas y municipales, seguiremos ocupando la esfera pública con comentarios y chismorreos sobre si un candidato tardó mucho o poco en felicitar a otro por sus éxitos electorales, o sobre si este retiró el saludo a aquel, o sobre si el otro se postula más o menos servilmente para un cargo ministerial. Podremos seguir fijándonos en cómo visten los políticos, o en cómo se mueven o hablan. Y al final muchos podrán ir a votar, una vez más, sin saber muy bien qué es lo que votan, o sin saber siquiera a qué partido pertenece el candidato al que votan. También la política puede ser el opio del pueblo.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza