Hace unos meses sorprendió la noticia de que Aragón y Cataluña retomaban el viejo y frustrado proyecto de celebrar unos Juegos Olímpicos de invierno en los Pirineos con una sede conjunta en Zaragoza y Barcelona. Esa información, lejos de ser un mero globo sonda, es un plan consolidado que se va a plasmar en las próximas semanas en un acuerdo de colaboración que cuenta además con todo el apoyo del Gobierno central y de la Casa Real.

Puede sorprender que tras los intentos fallidos en el pasado, y en un momento de grave emergencia social como consecuencia de la pandemia, se rescate un proyecto que como todo plan megalómano genera aplausos y críticas a partes iguales. Tanto Aragón y Cataluña quieren pujar por la candidatura del año 2030, y las conversaciones están más avanzadas de lo que puede parecer. La baza del proyecto, y también su peculiaridad, es que cuenta con la presencia de dos grandes ciudades como sede, Zaragoza y Barcelona, aunque curiosamente ninguna de las dos tiene tradición en los deportes de invierno. Ni siquiera tienen nieve. Pero en los criterios del Comité Olímpico, esta situación no es tan importante como el hecho de que ambas ofrezcan una buena oferta hotelera y una fácil comunicación tanto por vía aérea como terrestre. Asimismo, ambas están a menos de dos horas de las instalaciones donde se practican las competiciones.

Más allá de los legítimos debates que se pueden abrir sobre la conveniencia y la oportunidad de enfrascarse en una candidatura de este tipo, puede ser una oportunidad para el desarrollo de Zaragoza y del Alto Aragón, siempre que se haga con cabeza, respeto medioambiental y criterios económicos justos y sostenibles. A su vez, y dado que Zaragoza sería la sede de la inauguración o la clausura de los Juegos, es la salida perfecta para otro gran proyecto que el Ayuntamiento de Zaragoza tiene como prioritario y que ha frenado la pandemia: la reforma de La Romareda, el estadio que albergaría una de las dos ceremonias olímpicas.