Cuando leo que Puigdemont acompaña al nombramiento de nuevo president provisional de la Generalitat su deseo de que no ocupe el despacho institucional en la plaza Sant Jaume, los resortes de mi cansado cerebro reaccionan, soltando los recuerdos escondidos. Esa imagen del despacho cerrado sin más causa que la mitificación o descalificación de algún usuario, ya la había visto en mi servicio militar en Jaca, el despacho cerrado durante más de 30 años del capitán Galán que lideró el levantamiento republicano de 1930, los mulos arrestados por cocear a algún suboficial, las ventanas cerradas a cal y canto por haberse fugado un preso, eran formas represivas que la dictadura tenía para manifestar su poder, para evitar el recuerdo y borrar el pasado.

En aquel relato la represión y el exterminio del disidente no acababa con su muerte, se prolongaba hasta los objetos cotidianos, convirtiéndoles en reos. En el relato independentista ocurre algo parecido, convierte en rehén un despacho que forma parte de las instituciones catalanas. Representa el poder de la Generalitat de toda Cataluña que no es propiedad de una u otra opción política o personal, su utilización muestra un poder arbitrario y demencial, que patrimonializa y desprecia las reglas democráticas que dicen defender.

La situación catalana muestra cómo el paso del tiempo y la supresión del autogobierno no han servido para rebajar las posiciones independentistas. En parte porque tener un enemigo en el Estado español les une, y por otro lado la competición por la hegemonía entre ERC y JxCat les obliga a mantener la pureza de sus principios, vigilados permanentemente por la ANC y Omnium. Lo mismo ocurre en el otro lado, la competición entre PP y Ciudadanos por abanderar el nacionalismo español, les impide cualquier proceso de negociación o acercamiento.

Sin embargo, la elección del nuevo president es una oportunidad para que salten algunas de estas ataduras. Sus 400 artículos muestran una biografía plagada de admiración y entusiasmo con el Estat Catalá, partido fascista y separatista de los años 30, creador de milicias para impulsar la lucha armada, enemigo acérrimo de la izquierda y martillo de los anarcosindicalistas de entonces. Las descalificaciones en el diario El Mon en el año 2012, a los españoles que residen en Cataluña a los que se refiere como «carroñeros, escorpiones, hienas con forma humana», por vivir al margen de la cultura catalana, representan el nacionalismo extremista, supremacista y radical de unos pocos descerebrados hasta anteayer. ¿Cómo es posible su toma del poder? ¿Cómo se explica?

¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, abierto y transversal que predicaban? ¿Comparten todos los partidos independentistas estas ideas? ¿Cómo pueden permitir ERC y la CUP que semejante profascista sea el representante de los catalanes? ¿Dónde queda la dignidad individual y colectiva de ese pueblo? Nunca se había quebrado tanto el prestigio de la Generalitat.

A pesar de que el Procés es capaz de digerirlo todo, de convencer a sus incondicionales de una cosa y la contraria en escasos segundos, la izquierda y el nuevo presidente catalán se parecen como un huevo a una castaña. Y cuando utilizo el término izquierda quiero englobar aquí a la sociedad civil catalana, a las asociaciones de vecinos, movimientos ecologistas, feministas, organizaciones no gubernamentales… y sobre todo, a los sindicatos.

Tanto UGT como CCOO tienen una magnífica oportunidad de enmendar su participación en la manifestación del pasado 15 de abril. Su historia les demuestra que la indiferencia despectiva ante el supremacismo xenófobo es la peor de las actitudes posibles. Por su capacidad organizativa, su influencia social y laboral y su histórica lucha por la igualdad, la libertad y la democracia, están más que legitimados para exigir un cambio de rumbo. Lo que el presidente catalán Quim Torra plantea es la supremacía de un pueblo superior sobre los bárbaros. Dejar pasar esto supondría otra vuelta de tuerca al vacío moral de la izquierda, y dignificar la pócima xenófoba.

«Sus palabras no están escritas en la arena del mar sino en las entrañas de un proyecto político que ahora conocemos más».