Con ETA o sin ETA (mil veces mejor ahora, que ha cerrado por derribo), con Cataluña dialogada y estabilizada (lo que sucederá tarde o temprano, que así no podemos seguir)... las Españas seguirán necesitando imperiosamente ordenarse y organizarse para convivir sin andar mirándose de reojo ni tirarse a la cara agravios, quejas, lloros e insultos.

El problema es consecuencia de la actual Constitución, que propone un modelo territorial fruto de la necesidad y la urgencia del momento (del 78, quiero decir). Complicado e improvisado en no pocos aspectos. Por eso el tal modelo contiene al mismo tiempo y en desparramado montón elementos confederales, federales, de pura descentralización administrativa y centralistas sin más. Demasiado batiburrillo.

Los privilegios forales del País Vasco y Navarra han permitido al primero construir algo que suelo equiparar a los estados libres asociados como Baviera. Y no, no fue porque el PNV recogiera las nueces del árbol que le agitaban los terroristas, sino mediante pactos (con el PSOE y con el PP), arreglos y hábiles jugadas tácticas y estratégicas. Todavía dura la martingala, como se está viendo en la negociación de los presupuestos de este año.

Cataluña, Andalucía y Galicia (las del 151) obtuvieron un estatus federalizante solo malogrado por la renuencia de la Administración central a crear un sistema de verdadera corresponsabilidad fiscal. Las del 143, como Aragón, se aproximaron mal que bien a la misma situación pero sin alcanzar nunca el prometido paraíso autonómico porque carecieron de impulso, peso político (electoral) y objetivos claros. Madrid se quedó ahí, dueña de todas las sedes gubernamentales y administrativas, lugar obligado para las grandes decisiones, nodo neurálgico de una red de comunicaciones absolutamente radial... y sin tener que echarse a las espaldas la enorme y semivacía Castilla-La Mancha.

Este rompecabezas debe ser simplificado y ceñido de una vez a patrones más justos, más transparentes y más razonables. Sin miedo.