A las 10 de la mañana del 7 de octubre de 1571, la flota de la Santa Liga, mandada por don Juan de Austria, navegaba en correcta formación por aguas del golfo de Lepanto en busca de la flota turca, que también buscaba combate. Al mediar el día las dos escuadras estaban ya a tiro de cañón. La galera de Alí, el generalísimo turco, fue la primera en disparar. Pronto se generalizó la lucha. La batalla duró cinco horas. A su término, 250 de las 300 galeras turcas se habían hundido o habían pasado a poder de los cristianos. Estos perdieron 17 galeras. Desde aquel día los turcos dejaron de creerse dueños absolutos del Mediterráneo, pero no perdieron Chipre ni un palmo de la tierra. Por ello, Selim II recordó a los cristianos: "Habéis afeitado la barba del Gran Sultán, pero esa barba brotará más fuerte dentro de algunas semanas".

Lepanto no fue, en efecto, sino un episodio notable del enfrentamiento secular entre cristianos y turcos, es decir, del choque frontal entre Oriente y Occidente, escenificado sobre todo en los Balcanes y Centroeuropa, y en aguas mediterráneas. Así, durante los siglos XVI y XVII, Viena no fue una ciudad segura, pues estaba en el punto de mira de los turcos, que soñaban en esta manzana de oro. El imperio otomano era entonces una potencia mundial en expansión, mientras que la monarquía de los Habsburgo no era más que una potencia mediana. No obstante, tampoco los turcos consumaron su victoria entrando en Viena. En parte, por la misma indefinición de sus objetivos, pues no está claro lo que querían. ¿Extender el imperio del islam mediante la guerra santa? ¿Reunificar el extinguido imperio romano? ¿O, simplemente, convertir Hungría en un protectorado? Las hostilidades llegaron a su clímax con el primer sitio de Viena --el de 1592-- por Solimán el Magnífico, y se renovaron menos de un siglo después, cuando Viena sufrió --en 1683-- un nuevo asedio de los turcos, bajo el mando de Kara Mustafá, quien gozaba de la compañía de 1.500 concubinas custodiadas por 700 eunucos negros.

No obstante, este temible imperio otomano extendido por tres continentes entró en crisis durante el siglo XIX, a causa de la falta de renovación. Se popularizó entonces una frase que lo definía como "el enfermo de Europa". La primera guerra mundial precipitó su desplome, iniciado en el frente palestino, donde británicos, australianos y neozelandeses desarrollaron una ofensiva que, desde fines de 1917, les permitió tomar Jerusalén, Damasco y Alepo, con la inapreciable ayuda de los árabes dirigidos por el coronel británico Lawrence.

El imperio quedó prácticamente reducido a Asia Menor. Y fue entonces cuando la revolución nacionalista de Mustafá Kemal transformó lo que quedaba de imperio en la moderna Turquía. Proclamó la República convirtiéndose en su primer presidente. Eliminó no sólo el poder absoluto del sultán, sino también el califato y todo fundamento religioso para el nuevo Estado, imponiéndose como objetivo edificarlo sobre la secularización de la vida pública, con un programa que incluía la transformación del sistema legal, la liberación de las mujeres y la abolición de los símbolos religiosos, tales como el uso del fez. Dos tercios de siglo después, la Turquía de hoy --su Turquía-- quiere ingresar en la UE. Hay que recordar, al respecto, que Turquía ha sido miembro de la OTAN desde su creación, en 1949.

Ante la perspectiva de que Turquía se sume a la UE, algunos líderes europeos expresaron sus temores. Así, Valéry Giscard d´Estaing y Helmut Kohl sugirieron que Turquía no cabe en Europa, porque su ingreso implicaría un aumento excesivo del número de musulmanes. Y, a partir de ahí, se ha debatido si Europa debe seguir siendo un club cristiano o debe asumirse a sí misma como secular y plural. Para unos, integrar Turquía conduciría a mayores agitaciones. Otros piensan que sería la mejor manera de evitar una radicalización islamista de Turquía.

PARAClaudio Magris --en El Danubio --, el encuentro entre Europa y Turquía es "el gran ejemplo de dos mundos que, agrediéndose y lacerándose, acaban por compenetrarse de forma imperceptible y por enriquecerse recíprocamente". Por ello Ivo Andric, el mayor escritor occidental que ha narrado el encuentro entre esos dos mundos, se siente fascinado por la imagen del puente --El puente sobre el Drina --, que retorna insistente en sus novelas y representa la voluntad de comunicación por encima de los fosos que separan a los pueblos.

El 16 de diciembre de 2004 se ha comenzado a tender un puente. La cumbre de la Unión Europea ha abierto la puerta a Turquía, aunque sea con condiciones.

La tarea será ardua. Habrá dificultades enormes. Turquía no es un pequeño país. Tiene 70 millones de habitantes, una economía en alza y el segundo Ejército de la OTAN. Su media de edad es de 26 años, mientras que en los países de la UE es de 46. Y su renta per cápita alcanza apenas a un tercio de la media de la UE. Bastan estos datos para no minimizar el desafío.

Bueno será, para afrontarlo, recordar que, pese a nuestras diferencias, hemos vivido juntos en las mismas tierras y en el mismo mar a cuya ribera arraigó, en sus albores, la triple raíz de nuestra cultura. *Notario