Emmanuel Macron (y no solo él) advirtió que la situación, en Europa y en el mundo, le recuerda a los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, esa época de plomo que vio crecer el nazismo y el fascismo en suelo europeo. Desde otros lugares, no faltan voces que anuncian una nueva e inminente crisis económica global, semejante a la que sacudió el mundo hace diez años, tras la quiebra de Lehmann Brothers. Y eso ocurre cuando los efectos de esta aún siguen zarandeando a la inmensa mayoría de los que la sufrieron con más intensidad.

Oscuras profecías, sí. Y los profetas ya no consultan al oráculo ni interpretan los posos del café, sino que se basan en datos que ofrece la realidad, lo que otorga a sus vaticinios una credibilidad mayor que la de sus predecesores. En estos casos hay quien recurre a la sabiduría del cómic y, encomendándose a Mafalda, se enfrenta a la bola del mundo y grita: ¡Que paren esto, que quiero bajarme! Otros, más estudiosos o menos pragmáticos que la niña, se dedican a indagar en la trastienda de ese lúgubre escaparate e intentan iluminarnos sobre las causas del desastre

En los últimos tiempos abundan análisis de este tipo, unos más brillantes que otros. Me ha resultado esclarecedor el artículo publicado en la web rebelión.org por Michel Husson, un investigador francés especializado en Economía y Estadística. Señala Husson el agotamiento del capitalismo globalizado y los efectos de la crisis anterior como los orígenes de una mundialización económica cada vez más caótica y desordenada, que expulsa de sus beneficios a grandes masas de habitantes del planeta y lleva en su seno nuevas y más graves crisis económicas y sociales.

La década anterior a la crisis -viene a decir- estuvo caracterizada por el crecimiento de los llamados países emergentes, con China a la cabeza. La causa de ese crecimiento fue una nueva organización de la producción de bienes, repartida entre varios países, de tal manera que un móvil inteligente, por ejemplo, es ideado, fabricado y vendido por trabajadores de muchos lugares del mundo. ¿Quién dirigió esa nueva organización, en la que los llamados «emergentes» ofrecieron una inmensa reserva de mano de obra barata a los «avanzados»? La respuesta es sencilla: careció de dirección política y tomó el rumbo que marcaron las empresas multinacionales.

Sin embargo, esta nueva organización productiva se construyó mediante decisiones políticas conscientemente dirigidas a eliminar cualquier obstáculo que se opusiera a la libre circulación de capitales. La pusieron en marcha instituciones y tratados internacionales y se impuso a todos los países bajo el razonamiento de que esa era la única alternativa. Y bajo otro razonamiento: que la mundialización de la economía sería inclusiva porque a todos nos llegarían sus beneficios.

Para mi esta claro, que los dos argumentos eran falsos. Y bastó la crisis de 2008 para hacerlo evidente. El modelo dominante a principios del siglo XXI, basado en un eje chino-americano donde EE UU invertía (en China y otros países) a crédito, con un déficit exterior financiado por el excedente de ahorro de esos países (sobre todo, de China), parece que da muestras de agotamiento. El crecimiento de los emergentes se frenó de manera drástica a consecuencia de la crisis y, cuando empezamos a salir de ella, ese efecto se mantiene. Por otra parte, China ha iniciado una nueva vía de desarrollo, más ambiciosa y menos implicada con la vieja fórmula de mundialización (más egoísta, podríamos decir: en busca de la hegemonía mundial). Todo ello, aderezado con la enorme capacidad de Donald Trump para crear desequilibrios y generando incertidumbres acerca del furo inmediato.

Pero también era falso el argumento de la «inclusividad». La crisis, y las políticas de austeridad con las que se la ha combatido, agudizaron al límite la desigualdad social en todos los países. El otro efecto del que alertaba Macron. El auge de los populismos, sobre todo los de extrema derecha neofascista, que ya tocan poder en muchos lugares de la vieja y democrática Europa. Por no hablar de Rusia, o de China, o del trumpismo. O del más reciente bolsonarismo brasileño. O del creciente voxismo que asoma por Andalucía. El mecanismo es viejo, pero todavía funciona. Estos herederos de nazis, fascistas o franquistas se nutren del descontento social como los buitres de la carroña y venden el crecepelo de su autoritarismo como una solución simple para un problema de gran complejidad. Las causas de la incertidumbre y del descontento (ambos bien reales) no están en la caótica mundialización, dicen, ni en la insaciable codicia del capital, empeñado en una loca carrera de acumulación que deja en la cuneta a millones de personas cada año. No, la culpa es de los emigrantes que vienen a buscar trabajo y nos lo arrebatan a nosotros, o de la Unión Europea que nos roba nuestras más queridas señas de identidad, como los toros y la caza.

Si algún genio del mal hubiese ideado un plan secreto para acabar con la libertad en el mundo y para crear una sociedad en la que una minoría toma las decisiones, en su exclusivo beneficio y sin estar obligada a dar cuentas a nadie, mientras la inmensa mayoría se ve condenada a la esclavitud, habría diseñado una situación como esta. No lo duden.

Les invito a profundizar en análisis como el de Michel Husson. A lo mejor, si conocemos mejor las causas de lo que ocurre, alguien da con el remedio para evitar lo peor. Y, si no, siempre quedará el recurso de Mafalda.

*ATTAC-Aragón