He leído la mayor parte de los artículos que han sido publicados sobre la nueva ley de educación, que fue aprobada hace pocos días en el Parlamento con un solo voto por encima de la mayoría necesaria, y he sacado dos conclusiones. La primera es que o bien los autores de esos artículos no se han leído esta ley, o que si la han leído han optado, de forma sectaria, por adoctrinar a sus lectores enfatizando en unos casos lo que no les gusta y en otros lo que les gusta. La segunda es que esta ley, exactamente igual que las que fueron promulgadas después de la LOGSE (ley socialista de 1990), no va a resultar operativa por los mismos motivos que las anteriores: por su sectarismo ideológico, y por no haber sido consensuada con el profesorado, con los partidos de la oposición y con las familias. Por lo tanto, lo previsible es que sea derogada en el momento en que gobierne otro partido, como así le ocurrió a las anteriores.

Sería un estúpido si no aceptara que la educación institucional siempre es ideológica, dado que su principal objetivo es introducir en las mentes y en las conciencias de los educandos los valores sociales hegemónicos en cada modelo de sociedad. Por esa razón, Althusser calificó los sistemas educativos como el principal aparato ideológico que tienen los gobiernos, siendo su principal diferencia con los aparatos represivos que estos utilizan la violencia para inculcar los valores propios de las clases dominantes, mientras que el arma clave de vinculación en los aparatos de inculcación ideológica es la transmisión de la ideología dominante a través de la educación institucional. Por ello, lo lógico sería que en este artículo entrara a analizar los sesgos ideológicos que impone esta nueva ley. Sin embargo, no voy a entrar en esos ámbitos por respeto a la ideología de los lectores. Solo dedicaré el espacio de que dispongo a comentar los aspectos más técnicos de la norma.

El aspecto más negativo de esta ley no es que considere la repetición de curso como un recurso excepcional y que solo permita una repetición a lo largo de la enseñanza Primaria y otra a lo largo de la Enseñanza Secundaria Obligatoria. Como ya expuse en otro artículo anterior (9-10-2020), todas las investigaciones existentes sobre este tema demuestran que la repetición de curso siempre es negativa para los alumnos repetidores y por esa razón existe unanimidad entre la comunidad científica pedagógica en que esa repetición debe ser considerada como algo muy excepcional. Lo verdaderamente negativo es que no concrete un plan preciso, y dotado de suficientes recursos humanos y económicos, para lograr recuperar a esos alumnos que promocionan sin haber alcanzado los conocimientos mínimos en las distintas materias (solo alude a un recurso técnico tan nebuloso como son los programas de diversificación curricular). Como ese plan no está contemplado, lo previsible es que haya un elevado número de alumnos que finalicen la Enseñanza Secundaria Obligatoria y el Bachiller sin los conocimientos y competencias mínimas. Obviamente, ante un previsible resultado tan catastrófico, solo le quedaba al gobierno la única solución que ha adoptado para esconder dicho fracaso: permitir que los estudiantes puedan obtener el título de la ESO y el de Bachiller con suspensos, «siempre que el claustro estime que han adquirido las competencias establecidas y alcanzado los objetivos de la etapa». ¿Alguien en su sano juicio cree que es posible dominar esas competencias y objetivos sin que el alumnado haya recuperado las asignaturas suspensas?

La alternativa escolar que esta ley prevé para los niños con algún tipo de discapacidad (su total inclusión en los colegios ordinarios) está de acuerdo con lo que prescribe la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, a la que España se adhirió en el año 2008. Por tanto, parece plausible aceptar que la inclusión en sí misma no tiene que ser negativa para esos niños. El efecto positivo o negativo dependerá de cómo se lleve a cabo esa inclusión en los colegios ordinarios, de los recursos técnicos que dispongan dichas escuelas y, sobre todo, de la existencia en cada colegio de un profesorado de apoyo y rehabilitador perfectamente formado y pagado. Por desgracia, en esta ley no hay ni una sola línea en la que se explicite cómo sería el plan a seguir. Solo dice que las administraciones educativas desarrollarán un plan para que en el plazo de diez años los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad. Dada esa carencia absoluta de concreción, es coherente prever que el proceso será un estrepitoso fracaso, al igual que ocurrió en algunos países que se atrevieron a ponerlo en práctica. Por ello, entiendo que las familias de estos niños estén sumamente preocupadas por el futuro escolar de sus hijos, a pesar de que creo que dentro de diez años continuarán coexistiendo, como hasta ahora, las dos modalidades de escolarización para dichos niños, aun en el caso improbable de que para entonces esta ley siga estando vigente.

El último punto que voy a comentar, aunque sea brevemente, es el que se refiere al hecho de que haya sido eliminado el idioma oficial de España como lengua vehicular en la enseñanza. No solo porque ello conlleva la aceptación explícita por el Gobierno de la ruptura de la unidad nacional (no es casualidad que quienes han impuesto esa condición para votar la ley hayan sido los partidos independentistas), sino también porque esa eliminación perjudica muy seriamente el aprendizaje de los niños que no son enseñados en su lengua materna, tal y como han demostrado varias decenas de estudios empíricos. En todos se constata que el fracaso escolar, medido objetivamente, es muy superior en las regiones donde el castellano ha sido marginado del sistema educativo que el de las otras regiones españolas.