España, tras la bienaventurada y necesaria campaña que emprendieron las familias de recuperar la memoria baleada y los cuerpos humillados de las víctimas de la guerra civil, se ve en la terrible obligación de acudir a ese ejemplo de moralidad para rescatar del olvido de este combate a los caídos por el covid-19. Y situarles en el lugar honoroso que les corresponde y que la mayoría no han podido disfrutar. En esta ocasión tan distinta a aquella sangrienta confrontación y sin embargo tan próxima en los miedos, además, hay motivos para un consenso fraternal en la promoción de un recuerdo sin ira porque la pandemia no ha distiguido bandos. Al menos entre los fallecidos. Los que se han ido y los que por desgracia seguirán marchándose hasta que amaine la virulencia del coronavirus, forman parte, menos para sus allegados, de una gélida e injusta estadística que ni siquiera recoge la veracidad de la tragedia, con números que retratan con fiel y sucio pincel el perfil más cobarde de la clase política en defensa del poder a cualquier precio o arrastrándose para salir de las trincheras opositoras.

La sociedad ha buscado y ha encontrado adecuados héroes de carne y hueso para alimentar su resistencia y su esperanza. Ella misma podría incluirse en la titática tarea que le corresponde desde el anonimato. Porque todos juntos completan cada jornada muy por encima de sus gobernantes, a quienes en un día menos tormentoso en lo cotidiano habrán de juzgar sin dobleces ideológicas. Y entre una larga lista de responsabilidades, exigirles que devuelvan al camposanto de la conciencia colectiva los espíritus amontonados en la leprosería. En esa higiénica procesión, miles de seres humanos, en su mayor parte ancianos condenados a obsoletos recursos o inexistentes sanitarios en bastantes residencias, han desfilado solos hacia la muerte, y sus funerales han sido destierros sin lágrimas de cipreses. Fulminantes adioses sin la litúrgica bajada de telón y sus consuelos.

Donde lo prioritario es salvar vidas y, después, rebajar con pactos y ayudas tangibles los daños colaterales y muy frontales del virus, salvaguardar la identidad de las muertos con nombres y apellidos es un gesto sobre el que comenzar con dignidad la ingente labor de reconstrucción. Se marchitaron en camas de hospitales o en oscuras habitaciones de la ciudad confinada, sin oxígeno en los pulmones, seguramente avivando con urgencia y agonía la llama de lo mejor de sus biografías sin poder compartirlas siquiera con sus ángeles de alas blancas y verdes. El covid-19 no les permitió el derecho a la última compañía. Seamos nosotros entonces quienes rescatemos sus historias, una por una, para encuadernar de decencia las nuestras. Porque, en su martirio involuntario, nos dejan el legado de conocer mejor esta enfermedad y, seguramente, cómo vencerla o convivir con ella sin perder la cabeza.