Joaquín Carbonell hacía muchas cosas y todas las hacía bien. No solo eso, sino que además parecía que no le costaba y que la excelencia de los resultados se lograba sin esfuerzo, como que le brotaba sin más. Por supuesto, la realidad no funciona así y solo el trabajo sirve para sacar adelante tantos proyectos como abordó. Pero es cierto que estaba especialmente dotado para que ese trabajo se tradujera en genialidad. Carbonell fue principalmente un escritor e intérprete de canciones, pero también periodista, presentador de televisión, entrevistador, crítico televisivo, actor, novelista (asimismo en el ámbito de la literatura juvenil), biógrafo, adaptador de Brassens al español, autor de documentales, firmante (con Roberto Miranda) de libros inclasificables, botones en el hotel Subur de Sitges y… también poeta.

Todo el mundo sabe que una canción y un poema no son lo mismo, pero quizás nadie sabría decir en qué se diferencian. Cuando la letra de una canción posee, como ocurría con las de Joaquín, una voluntad literaria esa distinción es todavía más difícil de establecer y no hay duda en esos casos en afirmar que esas letras son poéticas. Basta con repasar su extensa discografía para sumergirse en la poesía. Pero no es esa poesía la que ahora querría recordar, sino la otra poesía o, para ser más precisos, la poesía que hay en un poema. Se trata de una faceta que puede pasar muy desapercibida frente a la presencia indudable de sus canciones, pero que merece ser también conocida y recordada.

Joaquín Carbonell publicó dos libros de poemas. El primero, Misas separadas, apareció en la colección “San Jorge” de la Institución “Fernando el Católico” en 1987, aunque se trataba de un conjunto de creaciones que ya tenían unos años. Algunos de aquellos poemas se habían publicado antes en la revista Et Cetera de la Facultad de Letras de Tarragona gracias al poeta y escritor de Cambrils Ramón García Mateos. El libro se abría con un prólogo de Dionisio Sánchez -otro personaje difícil de reducir a una sola categoría- en el que comenzaba afirmando: “Cuando Carbonelli (sic) me pidió que escribiera este pequeño prólogo, un cosquilleo de regusto recorrió mi cuerpo de pies a ceja. Por fin, sus poemas iban a ser editados”. El epílogo lo firmaba Jorge Valdano, quien decía de Carbonell lo siguiente: “hace falta toda su audacia para diversificar su talento en un país sólo apto para especialistas. En lo que sea, pero expertos. Él no. (…) y llega, con esta primera entrega de poesía a redondearles la confusión a los rotuladores que se pasan la vida catalogando con criterios en los que sólo encajan ellos” (vaya, nunca pensé que fuera a citar a un futbolista). El propio Carbonell, en la solapa autobiográfica del libro, señalaba provocador que no era un gran consumidor de poesía; que dudaba de que a ese conjunto de poemas se le pudiera llamar así, poesía; y que, como no solía encontrar poemas que le gustase leer, los había escrito él: “Así de claro. Y de ingenuo”, nos decía.

Es Misas separadas un poemario juguetón, tierno, de metáforas salvajes y de una melancolía soterrada. Es la crónica de un desamor, de una cierta crisis vital sobrellevada con mordiscos de humor y con un manejo notable del lenguaje bajo el que se adivina una clara voluntad iconoclasta. “Sucede / que / a veces / el viento se refugia en todos los rincones / de nuestra húmeda melancolía, que el grito ya no sirve / que ya no sirve el llanto / receloso de sabios y pañuelos / más o menos / como querer cazar / aviones / con helados de Camy derretidos”.

Habría que esperar a 1994 para que viera la luz su segundo poemario -Laderas de ternero- en la colección “La Gruta de las Palabras” de las Prensas Universitarias de Zaragoza. Hay en esta segunda entrega un abandono progresivo de los componentes menos luminosos de Misas separadas, a la vez que se profundiza en lo que la obra anterior tenía de equilibrismo verbal y de humorismo, impulsados ahora por un fuerte latido surreal. Se refuerza aquí la figura del poeta como alguien sospechoso e innoble, el miembro de un club al que Carbonell no parece querer apuntarse. Abre el conjunto el poema “INSERT COIN”, en el que podemos leer: “Ya he llegado al Parnaso. / Decidme ahora, / ¿dónde está la puerta de salida?”. Esa mirada corrosiva volvió a aparecer precisamente en “Amor, ¿tú dónde estás?”, una de sus últimas canciones, en la que se escucha: “Los poetas son los idiotas del futuro”. En Laderas de ternero el idioma es exprimido al máximo, con sustantivos y adjetivos disfrazados de verbos, con sustantivos convertidos en adjetivos, con imágenes tan potentes como delirantes, con poemas como “Volver al fuego” que pueden recordar los versos de Emilio Gastón, con otros como el propio “Laderas de ternero” en cuyo arranque -“Es preciso haber saboreado tantos cuerpos…”- palpita el eco del “Pandémica y celeste” de Jaime Gil de Biedma y todo con un tono festivo y juerguista que deja poco espacio a la tristeza, que solo asoma ya de manera muy tímida.

En una actividad aparentemente secundaria, Joaquín Carbonell publicó en dos de las colecciones canónicas de la poesía aragonesa -y aun española- sendos poemarios de factura impecable y de alta calidad. Como todas las cosas que hacía. Como si no le costase nada.