Casi cuatro décadas tardamos los españoles en quitarnos de encima el fascismo que se nos impuso después de una terrible guerra civil, y casi otras cuatro hemos tardado en llevar hasta las proximidades del poder (de momento, solo hasta las proximidades, menos mal) a los nietos y biznietos de aquellos que avanzaban, cara al sol, por no sé qué rutas imperiales.

Y casi cuatro décadas (tres décadas y nueve años) se cumplirán un día de estos desde la penúltima vez que irrumpió una banda de golpistas en el Parlamento español, la sede de la soberanía del pueblo. La última vez, como todos sabemos, fue el año pasado, después de las elecciones de abril y, por desgracia, crecieron en número después de noviembre. La diferencia entre una y otra irrupción no es cuestión menor: aquellos necesitaron vestir uniformes y tricornios, además de portar armas de fuego y hacer uso de ellas, para abrirse paso hasta el hemiciclo, mientras que estos llegaron con su ropa de buenas marcas y su flamante acta de diputado en la mano.

Casi dan ganas de tirar de ironía (o, más bien, de sarcasmo) para decir que, dentro de lo malo, incluso fue preferible lo que pasó entonces, porque al final se impuso la legalidad y aquellos iluminados pasaron del Congreso a la cárcel. Estos, por el contrario, han llegado hasta ahí de forma irreprochablemente democrática, con el respaldo de unos millones de votos.

Son buenas fechas estas, aledañas al 23 de febrero, para reflexionar sobre lo que va de entonces a hoy. Por aquellos días, con la democracia y la Constitución recién estrenadas, en el Parlamento se sentaban diputados de derechas y de izquierdas, incluso muy de derechas y muy de izquierdas (yo estaba allí y traté con ellos), pero prácticamente todos querían la democracia y estaban dispuestos a trabajar juntos para pasar la negra página de la dictadura franquista. Digo que éramos prácticamente todos porque estaba por allí un tal Blas Piñar, fascista confeso. Pero era en realidad un ave exótica, un toque de color (azul, por supuesto) en medio de un Congreso que se puso en contra de los golpistas de forma unánime, en sintonía con el resto de los españoles que, unos pocos días después del 23-F, salieron en masa a la calle (votantes de derecha de izquierda y de centro) para decir alto y claro que no había ninguna posibilidad de volver atrás la Historia de España. Y para respaldar, con su presencia en las manifestaciones, a sus representantes legítimos, a los hombres y las mujeres que ellos habían votado.

El 23-F se gestó extramuros del Parlamento, en cuarteles y en covachas civiles donde habitaban nostálgicos de aquel tiempo tan reciente, cuando podían imponer sus privilegios por la fuerza. España tenía graves problemas (heredados de la dictadura casi todos) económicos, sociales, de paro, territoriales, y un terrorismo feroz ¡que ya no existe! Aquellos nostálgicos los azuzaron furiosamente y culparon de ellos a la democracia, creyendo que muchos españoles se sumarían al golpe. Pero se equivocaron. La abrumadora mayoría de españoles no sólo desoyó esas mentiras, sino que dijo inequívocamente que los mentirosos debían ser castigados. Y lo ratificó aún con más fuerza en 1982, con la aplastante mayoría absoluta de Felipe González.

¿Qué ha pasado desde entonces para que millones de españoles hayan dado crédito esta vez a las mismas o parecidas mentiras, y con el mismo objetivo: hacer retroceder el tiempo hasta imponer sus valores reaccionarios y agresivos y garantizar que podrán volver a ejercer su rapiña por las bravas como hicieron sus abuelos?

El país vuelve a tener problemas. Y, con la excepción del terrorismo, de la misma índole. Pero solo un idiota o un sectario puede decir que la situación es peor que aquella. ¿Cuál es, pues, el motivo por el que los votantes han sentado en el Congreso hasta a 52 fascistas y los han convertido en la tercera fuerza parlamentaria?

No puede ser solo la deriva extremista de la derecha democrática. PP y Ciudadanos, alarmados por las encuestas, entraron en puja con Vox y compraron sus argumentos sobre inmigración, machismo o política territorial, al tiempo que su ansia de poder en autonomías y ayuntamientos les llevó a blanquear el fascismo, con pactos de los que se arrepentirán sin tardar mucho. Una deriva que les impide llegar a ningún acuerdo con la izquierda, algo que siempre fue posible y doy fe de ello por mi experiencia en la gestión política.

Ni tampoco solamente el desconcierto de la socialdemocracia en este siglo XXI, que ha provocado una sensación de desamparo en las clases medias y en las capas más desfavorecidas de las sociedades europeas (votantes de derecha de izquierda y de centro), en cuyas aguas pescan los movimientos de la ultraderecha. España no ha sido una excepción.

Hay razones que se me escapan. En Fascismo posmoderno y nacionalismo de Pau Guix, hay claves que comparto. Otra lección histórica que hay que tener en cuenta: cuidado con llevar al poder a la derecha autoritaria, o fascista, porque luego no se dejan desalojar democráticamente Esto sí es importante. *Diputado constituyente del PSOE por Zaragoza