Las grandes fortunas deberían gravarse con un impuesto de hasta el 90%, y cada joven debería recibir del Estado, al cumplir los 25 años, una herencia de 120.000 euros. Más de uno y más de dos, si no estaban avisados o no han leído los periódicos estos últimos días, se habrán llevado las manos a la cabeza al leer esto. Y los más despistados habrán pensado que se trata de la opinión de un indocumentado que todavía cree en los falansterios anarquistas y en el reparto igualitario de la riqueza. Pero no. Resulta que quien afirma esas cosas es Thomas Piketty, director de estudios en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Un prestigiosísimo economista que, en 2013, organizó una buena zambra con la publicación de un libro (El capital en el siglo XXI), saludado por el Premio Nobel Paul Krugman como «el mejor libro de economía de la década», y ahora presenta un segundo tomo, Capital e ideología, que seguramente generará un polémica igual… o mayor y que recomiendo encarecidamente

Pero hay que atender a lo que dice. Aunque con mucha más modestia, hace unos años publiqué un libro titulado Renta Básica Universal. ¿Un Estado de Bienestar para el siglo XXI? y aún recuerdo los motivos que me llevaron a hacerlo. Había leído algunos trabajos que proponían pagar a cada ciudadano, por el mero hecho de serlo, unos seiscientos euros mensuales, sin otros requisitos y, por supuesto, con independencia de su nivel de renta y de si trabajaba o no. Mi primera reacción fue quedarme estupefacto. ¿Por qué? ¿Cómo se puede pagar eso? Para responder a esas preguntas me dediqué a investigar un poco sobre el debate de la RBU, que ya estaba en todo su apogeo en las redes aunque los medios convencionales no se ocupaban mucho de ello.

Lo primero que me llamó la atención fue que quienes estaban a favor de esa solución (o de soluciones muy parecidas) no eran cuatro iluminados sin formación en economía, sino catedráticos, profesores y expertos de todo el mundo. Hombres y mujeres con una formación solvente -y muy superior a la mía-, que habían trabajado a fondo el asunto y argumentaban de forma racional tanto los motivos de su propuesta como la financiación… y lo que decían parecía muy sensato. Tanto que hice una pequeña contribución divulgando sus opiniones y las contrarias. Aunque con menos atención a estas últimas, a las que les sobraban altavoces.

Bastantes estados han ensayado ya, y siguen ensayando, fórmulas de renta básica. Los últimos, California, Kenia y Brasil. Los resultados no son aún concluyentes, pero sí esperanzadores. Y, desde luego, no dejan nada claro que la idea sea un disparate.

Si hay algo evidente es que la desigualdad ha crecido exponencialmente en los últimos treinta años y, de forma acelerada, tras la gran recesión de 2008. La ideología neoliberal, convertida casi en religión, en dogma revelado, se ha extendido por el mundo anulando todas las trabas a la lógica del beneficio propia del capitalismo. Reducir el Estado a la mínima expresión, rebajar impuestos a las grandes empresas y a las entidades financieras, y recortar partidas sociales para reducir el déficit causado por esa bajada impositiva ha llevado, según demuestra Piketty, a unos niveles de desigualdad semejantes a las fechas anteriores a 1914, en los países occidentales.

Cuando, hace unos pocos años, un alto ejecutivo cobraba aproximadamente veinte o treinta veces el salario medio de su empresa, hoy llega a cobrar entre trescientas y cuatrocientas veces más. Y en las cunetas del sistema se han quedado millones de seres humanos. Y eso no hace mejorar las cosas, ni siquiera desde el simple cálculo economicista. Todo lo contrario: actúa contra el crecimiento y el desarrollo económico de los países. De ello alertan incluso biblias neoliberales como el Financial Times o el Wall Street Journal. Y hasta la que fue directora del FMI y actual presidenta del BCE, Christine Lagarde, la misma que aconsejaba a los viejos morirse antes para salvar el sistema de pensiones. Aunque, bueno, estos tres deben de preocuparse por la desigualdad los martes y jueves para volver a su fe neoliberal los lunes, miércoles y viernes. Los sábados y domingos, supongo, descansarán de tanto ajetreo.

Es la desigualdad, imbécil. Ese es el cartel que deberíamos colocar, como Bill Clinton colocó el famoso «Es la economía, estúpido». Es la desigualdad la que no solo convierte a nuestras sociedades en lugares invivibles para muchos, sino que frena su desarrollo. Y la que está generando unas revueltas que van desde el Extremo Oriente a Chile, pasando por Europa. La que causa un malestar que se convierte en caldo de cultivo para populismos de ultraderecha y de ultraizquierda. La que está poniendo en serio riesgo las conquistas democráticas y sociales de las que no hace tanto nos sentíamos orgullosos.

¿Y nuestros dirigentes políticos? Pues, ¿qué quieren que les diga? Están inventando relatos, transformando los problemas reales en conflictos identitarios o en lemas electorales, intentando una vez más sacar conejos de una chistera con remiendos… haciendo cualquier cosa menos pensar en la mejor forma de salir de este atolladero.

Menos mal que hay profesores, intelectuales y ciudadanos que aportan sus conocimientos para buscar soluciones de este siglo a los problemas de este siglo, y no solo «algun iluminado que fomenta la molicie». Solo tendrían que escucharlos… y actuar en consecuencia.

*Diputado socialista del Congreso constituyente