Ha pasado casi un año desde que este maldito covid-19 irrumpió en nuestro mundo. Como un tsunami, ha arrasado con todo y mantiene nuestra existencia en un permanente bucle. No hay aspecto de la vida que no lo haya condicionado. Y entre estadísticas de contagios y de fallecimientos, tasas de positividad, prevalencias, confinamientos e incumplimientos discurre nuestro día a día. Navegamos entre la confusión, el hastío, el abatimiento, el aburrimiento y, por qué no decirlo, la mala leche.

La pandemia se comporta como una montaña rusa y así dirige nuestros biorritmos. Los individuales y los colectivos. Coincido con el profesor y escritor Javier Fernández en que esta terrible experiencia no va a servir para hacernos mejores como personas, más al contrario, hasta los buenos por naturaleza van a acabar siendo un poco menos buenos. No será por falta de motivos.

Estamos asistiendo al afloramiento de otros pequeños virus que, desgraciadamente, no tienen vacuna. Al menos química. El coronavirus ha actuado como reactivo del egoísmo, la vagancia, la indolencia, la desmemoria, la autocomplacencia, la desfachatez ... Solo hay que seguir a diario la actualidad, aunque a veces aburra, o mirar a nuestro alrededor para identificar a los 'contagiados'.

Son seres cuya única máxima vital es «primero yo, después yo y siempre yo», aunque la disfracen de solidaridad y buen rollismo. Que conquistan con un discurso más o menos armado, buenas palabras y una aparente empatía, que se diluye como el azucarillo en un vaso de agua cuando se trata de alcanzar su meta.

Suerte tenemos de que las vacunas contra el verdadero causante de nuestra actual desgracia sean gratuitas. Porque si tuviéramos que ir a comprarlas a la farmacia con receta médica, los médicos tendrían que ir armados y las boticas deberían estar custodiadas por cuerpos policiales de élite.

Es lo que tiene vivir en un mundo en el que los piratas ya no surcan los mares del Sur en busca de galeones repletos de tesoros. Los 'piratillas' de nuestra sociedad están, como los extraterrestres de algunas novelas de ciencia ficción, camuflados entre la masa. Inoculando su veneno lentamente y esparciendo sus aerosoles y sus síntomas entre el grupo cada vez más adormilado.

Y así, en estas condiciones, seguimos aprendiendo, o no, sobre los efectos de una catástrofe que se está llevando por delante todas las referencias que guiaban nuestra vida. Han desaparecido seres queridos, muchos puestos de trabajo, y los que vendrán, se han alterado las relaciones sociales --algunas ya mermadas por condicionamientos laborales o personales-- nos han cortado las alas para viajar... En definitiva, para ser libres.

Ha pasado casi un año desde que este maldito covid-19 irrumpió en nuestro mundo. Como un tsunami, ha arrasado con todo y mantiene nuestra existencia en un permanente bucle. No hay aspecto de la vida que no lo haya condicionado. Y entre estadísticas...