El sueño de reeditar los pactos de La Moncloa, aquellos que con tan buenos resultados firmaron en 1977 Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo y Manuel Fraga ha durado lo que una noche de primavera en el invierno del coronavirus.

Ha bastado que Pablo Iglesias abriese su anacrónica boca, invocando la Constitución en aras de lo que él entiende por seguridad nacional, para que el fantasma de Nicolás Maduro se apareciese a Pablo Casado y el sueño se tornase pesadilla, y la esperanza frustración. Tras la demagógica advertencia de 'Pablenin' ya no parece que vaya a haber pactos, ni de La Moncloa ni de presupuestos, ni siquiera contra el coronavirus. Tampoco habrá, presumiblemente, acuerdo alguno contra el súper bigote venezolano, que ahí sigue, tan macho, en el machito, luciendo hortera sello de oro con pedrusco verde y cuentas corrientes. El Partido Popular, descapitalizado de votos, se descuelga de cualquier acuerdo o pacto nacional porque teme que Pedro Sánchez, grogui estos días y abducido por su particular Rasputín, aproveche la crisis para modificar el statu quo —una monarquía parlamentaria, un Estado de las Autonomías o un 'régimen de 78', como quiérase llamarle— que gozamos o padecemos en la actualidad.

La derecha nunca ha tenido la menor intención de cambiar la Constitución ni en su letra menuda. Teme que al abrir ese melón le siente mal la digestión y le arruine la siesta. El mal sueño de una república dirigida por Monedero y Echenique mantiene insomnes a los atribulados empresarios, que temen al socavón de la recesión tanto o más que a la pandemia. Esta nuestra realidad desangelada, confinada, inmóvil y estéril, sin presupuestos ni acuerdos, no es buena para los negocios. No hay centro político y aunque Inés Arrimadas llame sensatamente a la cordura nadie se centra.

Al otro extremo, la falange de Vox tensa la cuerda de un libertinaje ultra sin otro dios que la razón de la sinrazón, apostando Abascal, tan anacrónico y demagogo como Iglesias, por políticas radicales, en su deseo de abducir pronto a Casado, dejando a Arrimadas el sueño del pacto y de la razón que crea monstruos en las urnas.