Miguel no vino durante un par de días a clase, y en mi puitre-tándem me sentaba solo por primera vez en el curso. Sin él, estaba siempre expuesto a la vista de los profesores, como un árbol superviviente a las llamas en un bosque calcinado. Con 14 años, poníamos más interés en burlar a los maestros y su paciente afiliación bíblica (el Señor es clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor) que en memorizar en latín la guerra de las Galias. Así que sin Vercingétorix a mi lado, las horas sin rebelión se hacían eternas. El miércoles, por fin, apareció Miguel. Entró el último, con el paso corto de quien no quiere caminar o lo hace empujado por el verdugo del alma, bajo una palidez extrema y una ausencia estremecedora. Ni un saludo, ni una mirada que no fuera al frente de un horizonte exclusivo para sus ojos húmedos. A la hora del recreo se refugió tras una columna del patio, aún ajeno a este mundo, y le pregunté qué había ocurrido. "Ha muerto mi padre". El silencio entre nosotros lo cubrió todo y todo personaje desapareció del escenario, antes pletórico de alumnos tras una pelota o, cual mercaderes, embebidos en el intercambio de cromos. Un frío indescriptible cubrió nuestras sombras.

A esa edad, la mayoría conocíamos a la muerte por Cristo, un episodio explicado como ejemplo redentor que no llegábamos a comprender. Éramos vida distanciada de cualquier tragedia íntima. Sabíamos de algún compañero que se había quedado sin un abuelo, pero entendíamos, no sin pena pasajera, que la naturaleza había hecho su trabajo corriente. Que talara con esa premura el tronco familiar, sin embargo, resultaba incomprensible para un niño. Miguel, además, tenía una relación muy especial con su padre, muy posiblemente la de casi todos los hijos a esa edad, sencillas presas de la idolatría. No era una época de demostraciones sentimentales en público, pero se le iluminaba la cara cuando venía a recogerle en coche y corría hacia el auto quemando la suela de los zapatos, en ocasiones tropezándose con la alegría sin, milagrosamente, perder el equilibrio por la calle de deslucidos adoquines.

Los últimos meses escolares se hicieron muy duros. También para mí, sin apenas poder sacarle una sonrisa. Al acabar, dejó el colegio y nunca volví a saber más de Miguel hasta que hace un par de años oí que alguien gritaba mi nombre. Esperaba el tren en la estación de Atocha, un lugar de inevitable reencuentro con el pasado, y un tipo con el pelo canoso y un chico a su lado se acercó hasta estrangularme los huesos. Me costó reconocerle. Por ser sincero, fue su desenfrenada lluvia de recuerdos la que colaboró a situarle en mi biografía. Me presentó a su hijo con orgullo. Después de una charla rociada de añoranzas, nos despedimos. Cogió al muchacho por el hombro y caminó sin sombra con la firmeza de un padre, de un guía inmortal más allá de lo que la vida decida.