Y los matan. Sí, los matan. Víctimas por desplazamiento del rencor más cainita, del odio más putrefacto. Estamos todos obligados a intervenir, a manifestarnos, a prevenir. Porque no hablamos de sucesos puntuales que crujen al alma, sino de un posicionamiento planificado, anticipado, para lapidar en vida a quien un día se adoró, incluso pareciera, se amó. Nos va en ello la vida de nuestros niños, porque todos son nuestros niños.

El Gobierno ha de implementar muchos más juzgados de Familia y dotarlos de medios. También a las fuerzas de seguridad. El poder judicial debe valorar las intervenciones de sus jueces y transmitir con claridad meridiana que si bien los niños tienen derecho a mantener contacto con madre y padre, poseen un derecho esencial, irremplazable: su vida. El Gobierno y el arco parlamentario han de priorizar en los Presupuestos lo que acordamos en el Pacto de Estado Contra la Violencia de Género, y dotar a la Fiscalía de más recursos, sobre todo humanos.

El Defensor del Pueblo va a indagar si algo está fallando. Y si bien la conducta humana no siempre es previsible, es claro y manifiesto que nos falla lo esencial, la garantía de amor y seguridad de quien tiene encomendada tan esencial función. Más allá de lo obvio, ¿qué lleva a un progenitor (generalmente varón) a matar a su/s hijo/s y quitarse la vida? El rencor decíamos, el odio apuntábamos, ¿la desesperanza, la frustración, la incapacidad para aceptar una ruptura...?

La Academia de Psicología de España puede, desde la autopsia psicológica, intentar desentrañar tan antinatura conducta. Desvelar las características de quien después de ejercer de Saturno, se quita la vida (eludiendo el juicio social; moral; la pena de cárcel); y de quien sigue viviendo alimentándose del odio que le permite autojustificarse. Analizar cómo deshumanizan a sus hijos, entendiéndoles como herramientas con las que generar dolor. Y primordialmente cómo se puede detectar anticipadamente esas terribles conductas que no nacen de una ofuscación o de un trastorno mental transitorio.

El legislador habrá de revisar todo el proceso de separación/divorcio, de medidas cautelares, de alejamientos, de puntos de encuentro. Nos hacen falta más mediadores, que intervengan preceptivamente desde el primer momento.

Las familias, los amigos, los compañeros hemos de tender, entre progenitores, puentes de respeto, de acuerdos, de aceptación, de hablar bien del otro, porque no se queda en un/a ex, sino en la madre/padre de nuestros hijos. Nuestros hijos, no mis hijos. Hijos, que NO nos pertenecen. Que son el presente y deben ser el futuro.

El tema es tan grave, tan urgente, que no es necesario dar cifras. Aquí no caben posicionamientos ideológicos o de otro tipo. Porque ¿qué siente un niño cuando escucha que un padre ha matado a su hijo? ¿qué miedos difusos no le envuelven cuando ve a sus padres discutir sin contención, buscando dañar al otro? Hablamos del mejor interés del niño, se nos llena la boca de vínculo, de apego, pero en no pocas ocasiones prevalece el yo narcisista, despótico, incapaz de perdonar, de restablecer, de sufrir, de racionalizar, de autodominarse.

Una sociedad en la que la esperanza de vida se amplía, donde nacen tan pocos niños, donde las rupturas se multiplican, requiere una educación para aceptar el No del otro, para asumir el fracaso de un proyecto, para entender que una cosa es lo que uno se plantea, y otra muy distinta la que puede acontecer desde la convivencia. Pregunté como experto invitado al Pacto de Estado contra la Violencia de Género, en el Congreso de los Diputados: ¿estamos educando a nuestros niños para una posible/probable ruptura? ¿los educamos en el juego esencial de la empatía, de que el que no sabe lo que siente el otro pierde? La responsabilidad institucional, la de la ciudadanía, es enorme. El tiempo de la infancia es breve. Recordemos que los adultos somos lo que quedó del niño que fuimos, y ahí se incluyen abusos sexuales, malos tratos, luchas de lealtad, utilización bastarda. Los abogados en los procesos de separación han de transmitir qué significa ganar el caso, que si no llega de un previo y mutuo acuerdo es ceder en favor siempre, siempre, de los inocentes, los hijos.

Cuando un progenitor mata a un hijo y lo hace conscientemente, voluntariamente, sin atenuantes o eximentes de enfermedad mental, el mundo se convulsiona. Muchos, los más, lloramos, pero no nos paralicemos, pongámonos a actuar ¡ahora! Algún niño salvará su vida. Nuestra existencia se habrá llenado de contenido.

*Primer Defensor del Menor