Antaño, en tiempos de «la letra con sangre entra», el prestigio del maestro y el reconocimiento a su labor estaban en mínimos. Aunque mucho hayan cambiado las cosas, todavía estamos lejos de alcanzar un grado de madurez social tal que el profesorado obtenga la consideración que merece en el ejercicio de una misión de tan profunda trascendencia como es la educación de las nuevas generaciones. Transmitir a los peques entusiasmo por el aprendizaje e interés por comprender el mundo que los rodea, inculcar el valor de saber más o estimular su curiosidad por la exploración de nuevas áreas e ideas, son puntales básicos de la instrucción y desarrollo cognitivo. Pero más allá de las funciones puramente instructivas, existen otras, como las formativas y de socialización, en las cuales resulta especialmente clave una estrecha colaboración, y aún mejor complicidad, entre padres y profesorado. Cuando esta cooperación falla, el éxito formativo se tambalea y suelen ser ineludibles gravísimas secuelas como la inadaptación e, incluso, la ruina personal del adolescente.

La relación entre padres y profesorado precisa consolidar una base fundamental: el respeto de los padres hacia el magisterio. Por desgracia, es manifiesta demasiadas ocasiones la falta de atención e indisciplina en las aulas, donde simplemente conseguir el imperativo silencio para iniciar la clase suele redundar en notables pérdidas de tiempo, con el consiguiente perjuicio didáctico; parece innecesario apuntar los efectos de otras pautas más graves de rebeldía y transgresiones, en absoluto excepcionales, pero esto no deja de ser una patente consecuencia de la dejación paterna, pues la intervención familiar es el primer frente para la formación en valores y para el forjado de adultos responsables. Escritora