El país de las mujeres invisibles es tan grande que ocupa el mundo entero. Sus habitantes viven en tierras lejanas, y en las más próximas. Caminan por los pasillos de casas como las nuestras. Recorren baldosas idénticas. Utilizan la misma agua. También ven el mismo cielo. Solo que pocas veces sus miradas coinciden con las nuestras.

El país de las mujeres invisibles es el más antiguo de todos los países que hoy se dibujan en el mapa. Cambian los cuerpos, los idiomas, las ropas y las cocinas, pero siempre son unas manos que sirven a otras. Servir… Emplear. Usar. Aprovechar(se). Explotar. Este país no hay que confundirlo con el de Nunca Jamás. Aunque también tiene piratas, embaucadores cantos de sirenas y Niños Perdidos. Muchos niños. Niños que imaginan las caricias de su madre a través de las pantallas de un teléfono o del regalo que reciben por su cumpleaños o de la mano de una abuela siempre dispuesta a rellenar las ausencias. Algunos pequeños tienen más suerte y ya no están perdidos. Aunque les cuesta encontrar a su madre en la persona vencida que alguna noche consigue dormir junto a ellos. A veces, su olor es la presencia más perdurable. A veces, huele a otros niños.

Un paseo por el blog Más allá de las fronteras, de Gaby Poblet, antropóloga social e investigadora, es asomarse a los pasillos de ese país tan lejano, tan cercano a nosotros. Un rosario de pequeñas historias que muestran las manos que sirven y cómo son explotadas. Mujeres migrantes de acentos distintos y miserias diversas que han acabado varadas en ese lugar donde la esperanza es tan imprescindible como el aire que respiran. Sabemos que ellas existen, pero, ¿somos capaces de considerarlas iguales que nosotros? No nos atreveremos a responder con una negativa, pero no está claro que tengamos el valor para meternos en su piel. ¿Lo intentamos?

Eres mujer. eres madre. Hace un año has tenido a tu tercer hijo. A veces no duermes bien. Porque el pequeño ha salido movido o porque la mayor tiene 10 años y no quieres que viva en unas calles tomadas por la violencia. También porque quizá mañana la comida no alcance para todos. Sabes lo que debes hacer. Eres madre. Y ellos están por encima de todo. También de tu miedo. Así que vete. Vamos, bórrate. Despídete de sus risas, sus lloros, su piel y su olor. Ese olor que buscas cuando duermen. Ya no más cuentos antes de dormir, no más besos de mariposa. Trata de retener esos rostros. No sabes cuándo volverás a verlos. Solo sabes que no serán los mismos.

Es difícil ponernos en su piel, pero no imposible. Basta con hurgarnos en el corazón hasta hacerlo sangrar. Pero, ya que estamos, sigamos viajando. ¿Y si nos ponemos en la piel de quienes las explotan? Seguro que te los has cruzado en algún momento, en alguna de nuestras calles. Quizá es tu jefe o la mejor clienta de la empresa donde trabajas.

Tus hijos se despiden con prisas, se les escapa el autocar que les lleva al colegio de élite. Estás preparando la reunión de la tarde. Hay mucho dinero en juego. Encima, la chica ha vuelto a poner demasiada leche en el cortado. Estos detalles te molestan. Ahora quiere traerse a sus hijos a España. Lleva días calentándote la cabeza. Y tú no tienes tiempo. La gente como ella siempre quiere más. Les das la mano y te cogen el brazo. No sabes de qué se queja. Tiene cama, comida y algo de dinero. Mucho más de lo que ha tenido en su vida…

¿Has sentido cómo se te hiela el corazón? Está bien esa sensación. Así podemos convencernos de que somos distintos, de que nada tenemos que ver con los explotadores. Pero, ¿y si no siempre es así? La persona que buscamos está más cerca. La has saludado en el ascensor. O has tomado el café de la mañana junto a ella. Tal vez es tu hermano. ¿No serás tú? Empezamos el viaje.

Quizá se trata de tu padre. No puede valerse por sí mismo. Tu madre ya no tiene fuerzas para cuidarle. Y tú no puedes prescindir de tu sueldo precario ni del tiempo que dedicas a tus hijos. Pueden pasar meses hasta que tus padres consigan una plaza en una residencia. ¿Y qué haces mientras tanto? Te hablaron de la hermana de otra mujer que cuida a una vecina. No puedes ofrecer mucho. Casi nada. Al menos, tendrá cama y comida. Qué se le va a hacer. La vida es dura…

En el país de las mujeres invisibles, como en todo el mundo de la explotación, existe el blanco y el negro, pero los grises son imprescindibles para su existencia. Y ahí, de un modo u otro, estamos todos. Cómplices de un sistema depredador que siempre se ceba en los más débiles. Fallamos clamorosamente en el servicio asistencial público y cubrimos la carencia con la explotación de otros, especialmente de mujeres migrantes que, a su vez, son víctimas de una ley de extranjería injusta. Ellas y nosotros habitamos en los escombros de un sistema de bienestar que se va resquebrajando. Luchar por los derechos de las mujeres invisibles no solo es una cuestión de justicia, también es combatir un egoísmo estructural que nos deja a la intemperie. H *Escritora