La mujer ha luchado con denuedo por lograr su incorporación a la comunidad laboral con igualdad de derechos y plena integración, equiparación paulatinamente más próxima, pero que demanda un alto precio. Muchas, demasiadas, féminas se enfrentan a una frustrante elección entre su carrera profesional y su vocación de madre, dilema que ineludiblemente exige un importante sacrificio, sea cual fuere la decisión. La maternidad no se limita a un periodo relativamente corto, el embarazo y crianza temprana del bebé, sino que las obligaciones de una madre van mucho más lejos en respuesta a su papel tradicionalmente asignado en la familia, un compromiso que nuestra ancestral cultura ha cargado durante siglos solo sobre las espaldas femeninas, merced a patentes diferencias biológicas y a una velada labor hormonal que estimula a la mujer a comportarse como madre entregada.

Ni se pueden borrar de un plumazo atávicas cadenas milenarias, ni la implicación masculina en el hogar y en la familia camina con suficiente rapidez, en tanto que las presuntas medidas en pro de la conciliación tampoco van mucho más allá de una fachada aparente, más bien ridícula en comparación con los países nórdicos. Por estas tierras, los antaño famosos y apreciados premios a la natalidad se han metamorfoseado en incentivos a una indeseada esterilidad, en virtud de lo cual, muchas madres potenciales se decantan por no proporcionar al Estado los futuros pilares del bienestar. En consecuencia, podemos lamentar en España de una de las más bajas tasas mundiales de natalidad, en tanto que, por fortuna, la de mortalidad es mínima. Así que, secuela de la crisis demográfica, nos espera un longevo país lleno de abuelos sin nietos. Y sin nadie que les pague su pensión. H *Escritora