En el actual barullo verbal del independentismo hay un concepto de gran trascendencia política para los aragoneses: países catalanes, término que abarca la Franja Oriental de Aragón (que los indepes, maliciosamente, llaman Terres de Ponent para que parezca lo contrario). Es un concepto reciente e inventado. Se ha dicho que el término se usaba ya en la monumental obra de Bienvenido Oliver, Historia del derecho en Cataluña, Valencia y Mallorca ... de 1876. Falso. Aparece sólo una vez en sus cuatro volúmenes y lo hace de pasada y en minúsculas para referirse a los países donde se habla catalán, nada más. El término usado por Oliver en su magna obra es el histórico de Corona de Aragón, que ya sabemos lo que es.

Países catalanes es un artefacto ideológico que Jordi Pujol decidió incorporar al vocabulario independentista porque le venía bien: fácil de entender, era un sustitutivo del término Corona de Aragón que tantos problemas daba porque no permitía aislar a los países de habla catalana. Aragón es mayoritariamente castellanoparlante; la Comunidad valenciana tiene un bilingüismo casi perfecto, y en Cataluña el castellano está muy implantado. Hacía falta algo excluyente, únicamente catalán.

Fue usado por primera vez por el ensayista valenciano y profesor de Derecho, Joan Fuster, en un libro, Nosaltres, els valencians (1962), tras leer un libro de Jaime Vicens Vives, Notícia de Catalunya (nosaltres el catalans), 1954, cuya segunda edición acababa de aparecer perdiendo la apostilla original del título. Que Fuster trató de imitar el título de la obra de Vicens Vives es obvio, pero no lo es tanto recordar que eran dos obras muy distintas: Vicens, historiador, había escrito un resumen de la historia de Cataluña contando con una tradición historiográfica detrás, mientras que Joan Fuster, que en ese momento ni era historiador ni lo pretendía (sobre él puede verse la tesis de Ferrán Archilés Cardona Una singularitat amarga. Joan Fuster o el relat de la identitat valenciana, Afers, Catarroja 2012), se limitó a aportar pinceladas históricas a un texto fuertemente ensayístico. El libro resultante era, a diferencia del de Vicens, «el fruto de unas largas y nerviosas meditaciones personales» (p. 10, edición de 1996). Fuster, en un pasaje determinado, tomó una frase secundaria de Vicens referida a la Reconquista y expansión bajomedieval («catalanes que la expansión de los antepasados hizo crecer y perpetuar más allá del territorio estricto del viejo Principado») (p. 10 ídem), como Saulo al caer del caballo, quedo cegado por la luz de la idea, y la convirtió en tesis: en Valencia había «muchas cosas que tienen una vigencia perfecta e incontrovertible respecto a todos los países catalanes» (p. 10, ídem).

En las circunstancias políticas del tardofranquismo el libro de Fuster tuvo cierto éxito en Valencia y Jordi Pujol cogió al vuelo la idea. Era de un valenciano, fantástico, y permitía construir un irredentismo político basado en la lengua que no tendría fin y siempre estaría liderado por un mesías nacionalista catalán. La historia, la Corona de Aragón, dejaban de tener importancia: aparecía sólo cuando convenía, como por ejemplo para bloquear la gestión del Patronato del Archivo de la Corona de Aragón.

Hoy, invocando esa cosa, partidos como ERC hacen campaña en la Franja Oriental defendiendo a los pobres aragoneses catalanoparlantes, diputados suyos como Joan Tardá pregonan esperanzados que la independencia de Valencia será en cuanto los valencianos quieran, y los de la CUP dicen que el procés será la tumba del gobierno en todos los países catalanes. Los pobres intelectuales no podían imaginarse el potencial destructivo de una simple idea en manos de Pujol y el nacionalismo catalán.

*Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Zaragoza