Cuando ETA acabó con Carrero Blanco todos hicimos chistes, porque lo del almirante que acabó haciendo acrobacias aéreas daba mucho juego, y porque en ese momento el finado presidía un gobierno ilegítimo, opresivo y criminal. Por eso los chistes que digo se difundían en la clandestinidad. De todas formas, a ningún demócrata le había dolido el resultado de la Operación Ogro. Ni siquiera a los cristianos progresistas, que sacaron a colación los matices morales con los cuales San Agustín exculpaba el magnicidio cuando le fuese aplicado a un tirano evidente. Tan osado criterio podría acarrearle hoy hoy, al citado padre de la Iglesia, un proceso por enaltecimiento del terrorismo. Al parecer, nos hemos olvidado de que en la España de 1973 no había cosa más terrorífica que el Régimen.

He oído a reconocidos juristas (de derechas, ojo) lamentar el nefasto uso del Codigo Penal en el famoso caso de la tuitera y en otros más (lo de los titiriteros también tuvo su maldita guasa). Porque una cosa es que determinadas palabras y gestos resulten impertinentes, irritantes o fuera de lugar, y otra que sean tipificados como delito y comporten pena de cárcel. Si es así como van a funcionar las cosas a partir de ahora, habrá que poner un «Descanse en paz» bajo la palabra Democracia.

No hay nada más alarmante que comprobar la incapacidad de muchos españoles con opinión supuestamente cualificada para reconocer la diferencia entre una incursión de mal gusto en las redes sociales y la incitación al asesinato de una web yihadista. Pero tal hecho no es sino reflejo de cómo determinados círculos reaccionarios aprovechan el retorno de los monstruos fascistoides (ya saben: Trump, May, Le Pen y otros peligros globales) para abrir una segunda Transición que enmiende a la primera, demasiado democrática y social para su gusto.

Ayer, Rajoy tronaba en Malta contra los populismos. ¿Se refería a su colega, la primera ministra británica, allí presente?, ¿al presidente de los EEUU?, ¿o tal vez a quienes difunden chistes malos por Twitter?