Cocochas, madejas, criadillas, menuceles... Todas estas palabras y muchas otras ocultan realidades y, tal vez inconscientemente o tal vez no, hacen el día a día más fácil, el acto de sentarse a una mesa más llevadero, el hecho de abrir un periódico más ligero y cómodo. Tranquilos todos. No vamos a hacer un análisis ni gastronómico ni filológico. Queremos reflexionar y pedir a todos reflexión. Nuestras palabras esconden dolor, esconden gritos que pocos escuchan. Embrutecen nuestro paso por el planeta y nuestra relación con los animales no humanos. Todos tenemos parte de culpa. Podemos llamarlo “cultura” o “tradición” o “boca a boca”. Pero nadie se libra del empleo porfiado de las palabras.

Decía Montaigne que la palabra era mitad del que la pronunciaba y mitad del que la escuchaba. Sus razones tenía en su contexto histórico, por supuesto. Pero, ¿qué ocurre cuando las palabras se refieren a seres sintientes, a seres que viven y no quieren morir? Y si vamos un poco más lejos, ¿qué sucede si estos seres forman parte de un engranaje que los cosifica, los anula, les quita la voz y los derechos? Esto ocurre cada día y tan apenas nos damos cuenta. Reflexionemos. Proponemos tres casos pero podrían ser muchos más.

Primer caso. El camión que transportaba cerdos en la A-127 volcó. La carretera quedó cortada. El conductor resultó herido pero se recuperará. Y nos alegramos mucho por ello, de todo corazón. Pero ese mismo corazón se quiebra un poco. Nos preguntamos cuántos cerdos había en el camión. Cuántos murieron, cuántos resultaron heridos y así quedaron ya que no se dedica dinero a curar a estos animales. Nos preguntamos a su vez por qué tan apenas se menciona a los animales en el artículo, por qué se habla de retirada del vehículo sin más. De todos modos, conocemos la respuesta. Esos seres sintientes, asustados, heridos, no importan, son pérdidas y ganancias, son casquería nada más nacer.

Segundo caso. El verano llega a su fin repleto de noticias tristes, de fallecimientos que sobrecogen, de violencia, mucha violencia. Abrimos un periódico cualquiera, repetimos que nadie o casi nadie se libra se estos malabares que hacemos con las palabras. Volvemos una página cualquiera y leemos con estupor que tendremos que acostumbrarnos a manadas de lobos como los de Cataluña. Por un momento pensamos que el titular es incorrecto. Los lobos llegaron a Aragón, no a Cataluña. Seguimos leyendo. Los lobos mencionados son humanos, son terroristas. Habrá muchos lectores que no presten atención a este detalle, pero supone una gota más en este mar de rabia y odio contra los lobos. Sin mezclar noticias, sin querer ofender a nadie. No podemos seguir jugando con las palabras, porque condenan y crean un caldo de cultivo ya de por sí turbio. No podemos mezclar conceptos que quedan en lo más profundo de los pensamientos de los lectores. Los lobos no son terroristas.

Tercer caso. Cuando se ha llegado al punto de cosificación de los animales no humanos en el que nos hallamos, se puede escribir impunemente, sin que apenas nadie se lleve las manos a la cabeza, acerca de un matadero de porcino colosal, provisto de salas repletas de maquinaria de faenado y otros prodigios del arte de la transformación de la carne. Se puede también hablar de una empresa que se encarga de que los peces lleguen frescos al supermercado más moderno y cuyos propietarios quieren también instalar en nuestra tierra poco a poco.

Todo esto es lo que pasa por los ojos del lector en un sólo día ante un periódico cualquiera. Todas estas vidas pasan. Y ninguna queda. Queremos reflexionar, y pedir a todos reflexión. No juzgamos. Pero tampoco ninguneamos todas esas vidas no humanas que parecen ser totalmente descartables.

*Miembro de PACMA Zaragoza