El aplazamiento durante unos días de la anexión por Israel del 30% del territorio de Cisjordania, pendiente de que Estados Unidos la autorice, sigue el guion impuesto por la Casa Blanca para sacar partido de la operación. Las prisas del primer ministro Binyamin Netanyahu para consumarla chocan con las prioridades de su socio de Gobierno, Benny Gantz, que entiende más urgente rescatar a Israel de la crisis desencadenada por la pandemia. También con la oposición árabe, la de Europa y, en general, la comunidad internacional. Y, sobre todo, requiere el visto bueno de Donald Trump. El entorno del presidente ha llegado a la conclusión de que el «acuerdo histórico», que es tal, entraña no pocos riesgos y exige prudencia para evitar que incendie la zona y ponga en un brete a algunos aliados: Egipto, Jordania, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes. A decir verdad, desde el acuerdo de Oslo (1993) se han multiplicado los motivos para dar la razón a quienes entendieron que la causa palestina quedaba a merced de la estrategia israelí. Las pequeñas concesiones hechas por sucesivos gobiernos no han sido un obstáculo para una multiplicación permanente de los asentamientos, una vulneración flagrante del derecho internacional y de las resoluciones específicas del Consejo de Seguridad de la ONU que obligan a Israel a retirarse de los territorios ocupados. Ni siquiera la fórmula paz por territorios, consagrada en diferentes declaraciones, ha sido útil para evitar el doble atropello de las anexiones de Jerusalén Oriental y de los altos del Golán. Decir que la idea de los dos estados agoniza sin remedio se atiene a la realidad sobre el terreno. La fundación de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania es a todas luces inviable en tanto todo el proceso se ponga al servicio de los designios de Israel. En cambio, mientras Israel pueda actuar con total impunidad sin coste alguno y la Autoridad Palestina languidezca, la sombra de un apartheid adaptado a las circunstancias de la región se cernirá cada vez más sobre la sociedad palestina.