Para febrero el invierno ya es solo una obligación con el calendario. Femenina y coqueta, la luz se demora y hace de rogar pero tan lenta y parsimoniosa como cada año accede a concedernos su compañía. La primavera es más promesa suya que de la agenda y mientras ella llega todo parece un entreacto. Pero este entreacto está resultando algo largo, plomizo y gris.

A veces las palabras mudas de los periódicos parecen gritar lo torpemente que dirigimos nuestras vidas. Y es verdad que todo sigue pero no sé si siempre gracias a nosotros o más bien a pesar nuestro. ¿A quién le importa realmente la situación en Lampedusa, Ceuta o Melilla? Y me detengo.

La lista, como saben, podría ser mucho más amplia pero baste aquí con estos nombres, nombres de los desafíos y contradicciones, de los problemas de coherencia interna de la Unión Europea consigo misma y con sus consignas.

Es fácil sentirse algo acosado por las noticias: vistas, oídas, o leídas, todas parecen anunciar un mundo pálido al que le falta luz y no sé si algo de luces también. Cómo no convertirse en fría estatua, ajena y distante intentando quedar a salvo de tanta denigración e ignominia. No hay acusación. A medio camino entre el egoísmo y la supervivencia hemos aprendido a convivir con la vergüenza. Supongo que, como la vida no basta, transcurrido un tiempo, irán apareciendo las obras de los espíritus más sensibles. Y sospecho también que ellas, espejo penetrante de lo que somos, nos mostrarán el reflejo de quiénes y cómo hemos sido.

Como en tantas otras ocasiones me ayuda ese tímido, culto y contradictorio que fue Pessoa--no sé muy bien por qué siempre lo imagino en su café habitual al abrigo de un día lánguido y atlántico, sin sol ni lluvia. Para él, y para lo que ahora aquí interesa, las personas podían ser de dos tipos: los realistas y los románticos. Los primeros hacen las pequeñas cosas; las grandes son cosa de los segundos. "Para ser gerente de una fábrica de clavos hay que ser realista", decía, pero "para gobernar el mundo hay que ser romántico". Y no parece que lo dijera un alocado utópico sin sentido de lo serio, histórico o conveniente. Si los hubiere, no era Pessoa poeta de esos, no. Más bien lo decía un tipo reflexivo y enjuto con el convencimiento de que "un realista puede encontrar la realidad" pero "solo un romántico la puede crear".

No llegó a conocer Pessoa el despliegue de financieros que, en callado cortejo, arrebató el sitio a los fabricantes de tornillos, más artesanos, pausados y sabios. No pudo advertir que ahora el problema es incluso mayor. Menguados los fabricantes, rechazados los románticos por fantásticos e inútiles y medida la soberanía al peso de la balanza de pagos la cuestión es ¿quién puede querer gobernar todavía?

Vicedecana de la Universidad de Zaragoza