Camilo José Cela ponía en labios de uno de los personajes de su novela Mazurca para dos muertos , dirigiéndose a su esposa en tono coloquial: «España es un hermoso país, Moncha, que salió mal; ya sé que esto no se puede decir, pero, ¡qué quieres!, a los españoles casi no nos quedan ánimos para vivir, los españoles tenemos que hacer enormes esfuerzos y también tenemos que gastar muchas energías para evitar que nos maten los otros españoles». Obviamente, el contexto de nuestra última guerra civil, en que se desarrolla la novela, justificaba la amargura de tales palabras. Duras, pero reales.

En La Velada de Benicarló de 1937 Azaña vertió los sentimientos de tristeza, angustia, abatimiento y pesimismo ante golpe militar del 18 de julio de 1936. Todavía más desesperanzado cuando el Gobierno de la República es abandonado por las democracias occidentales europeas. Es un acto de desesperación al contemplar cómo los españoles se están matando sin piedad, lo que supone el fracaso de su proyecto político. Por ello, dice uno de sus personajes, Lluch (Negrín): ¡Utilidad de la matanza! Parecen ustedes secuaces del Dios hebraico que, para su gloria espachurra a los hombres como el pisador espachurra las uvas, y la sangre le salpica los muslos. Vista la prisa que se dan a matar, busco el punto que podrá cesar la matanza, lograda la utilidad o la gloria que se espera de ella. No la encuentro… Más adelante, a través de Garcés (Azaña, como político): Otros pueblos ambiciosos o semibárbaros dirigen su furor contra el extranjero. España es el único que se clava su propio aguijón. Quizá el enemigo de un español es siempre otro español. Por ello, tiene pleno sentido la pregunta que se hace Morales (Azaña, como escritor): ¿Qué se han hecho los españoles unos a otros para odiarse tanto? Francisco de Goya repudiaba la guerra, pero le horrorizaba mucho más el odio entre españoles.

Son textos muy explícitos de nuestra historia. Nos deberían hacer reflexionar a todos los españoles en el momento actual. Jacob Burckhardt en su libro Estudio de la Historia nos advirtió: «La historia no solo debe hacernos más razonables para la vez siguiente, sino sabios para siempre». La pandemia del covid-19 ha incrementado la tensión, la crispación y el odio extraordinariamente. Hoy hay una pandemia mucho más grave, la del de odio entre españoles. El odio ya está aquí, ya campa a sus anchas. Como en otros momentos de nuestra historia. Está en el Parlamento, los medios, las redes y en la calle. Por doquier la gente lleva dentro mucho odio. No le importa expresarlo, todavía más se enorgullece de ello. ¿Cómo están tan seguros? Para odiar hay que tener seguridad. De lo contrario, no hablarían así, no harían tanto daño. Ni podrían humillar, ni despreciar a otros de ese modo. Están seguros. Ni la más mínima duda. Odiar requiere una certeza absoluta. El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión reconoce a cada persona como un ser humano. Sin embargo, convertidos los individuos en algo irreconocible, quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio y entonces se difama. El odio se fabrica su propio objeto. Y lo hace a medida contra otros españoles, a los que ya no consideramos adversarios sino enemigos. Así, el posterior abuso, deslegitimación o erradicación del otro no solo es excusable, sino necesario. Al otro, cualquiera puede denunciar o despreciar. De no hacerlo eres acusado de debilidad y claudicación. Quienes sufren este odio, no quieren acostumbrarse a él. Ahora se odia abierta y descaradamente. Los anónimos van firmados. El odio en internet ya no se oculta tras un pseudónimo. Es inconcebible que el discurso público se haya embrutecido así. Mas, no podemos admitir que el nuevo placer de odiar libremente se normalice. Y los políticos, los medios, la sociedad y la calle en su conjunto deberíamos hacer una profunda reflexión para conocer nuestro grado de responsabilidad en la expansión de esta pandemia de odio. Obviamente, la responsabilidad es del otro.

España es un país que salió mal, que ha padecido una historia muy dramática. ¿Es por un castigo del destino o por una genética perversa, que se retroalimenta a lo largo de nuestra historia fratricida? Creo que no. En todo caso, nos empecinamos en «hacerlo mal». Y tal como está ocurriendo en estos momentos seguimos empecinados en hacerlo mal. Ni siquiera ante una situación tan dramática como la actual, somos capaces de olvidar nuestras diferencias y rencores. Ni, por supuesto, nuestro odio histórico. No nos hubiera venido mal a los españoles de antaño y los de hogaño haber atendido el consejo de Ortega y Gasset , pronunciado el 6 de diciembre de 1931 en el Cinema de la Ópera de Madrid: «No consintáis, hermanos españoles, que domine la vida pública el falso apasionamiento atropellado y pueblerino. El fácil apasionamiento que nos arrebata un instante no ha servido nunca para nada estimable. Frente a ello, algo bien distinto: la auténtica pasión creadora de historia que es un fervor recóndito, tan seguro de sí mismo, tan firme en su designio, que no teme perder calorías por buscar el auxilio de las dos más gélidas que hay en el mundo: la clara reflexión y la firme voluntad». No deberíamos darle la razón al poeta que escribió: «De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal».

*Profesor de Instituto