En la cámara de la soberanía nacional se agolpan 350 diputados, pertenecientes a 16 formaciones políticas diferentes. Lo nunca visto desde 1977. Una dispersión que denota una cierta «inconsistencia» política de los españoles a la hora de votar y que es la causa de la inestabilidad institucional que padecemos. Inestabilidad difícil de resolver, por la simple razón de que media docena de líderes políticos son incapaces de ponerse de acuerdo en algo. Posiblemente, porque o son muy egoístas, o no son conscientes de la gravedad del problema. O porque no son verdaderos líderes.

En el Congreso está la solución a los tres problemas más importantes de este país: la gravísima crisis territorial, con la cuestión catalana como principal escollo y la necesidad de consolidar un estado de las autonomías justo; la crisis social y política provocada por el agotamiento progresivo de los principios que hicieron posible la Transición; y la anunciada amenaza de una nueva crisis económica, con sus previsibles consecuencias, que si son similares a las de la crisis del 2008, estaremos cerca del fin de la etapa más brillante de la historia de España.

Pretender resolver cualquiera de los tres problemas partiendo de una política de bloques «ideológicos» sería un error histórico que pagaremos muy caro todos los españoles, de «derechas» y de «izquierdas». Resolver un problema estructural crítico, actuando desde la izquierda contra la derecha, o viceversa, es imposible. Con el riesgo añadido de que lo que una parte construye, será destruido por la otra, cuando le toque. Esto es lo que en España llamamos alternancia.

Si atendemos a lo que históricamente nos ha separado a los españoles, los 350 diputados se reparten en dos bloques ideológicos confrontados: la izquierda y la derecha, que a su vez se subdividen en partes más pequeñas, muchas veces incompatibles entre si. Sin embargo, si tuviéramos en cuenta lo que nos une, serían tres los grupos a considerar: 225 diputados serían constitucionalistas, 90 «radicales» de derecha o izquierda y 35 independentistas. Son grupos mucho más homogéneos, donde prima lo que es común a cada uno, y que nos permite pensar que esta división es la que debería tenerse en consideración a la hora de encarar las soluciones a las cuestiones citadas anteriormente.

225 diputados constitucionalistas, casi los dos tercios del Congreso, es un número más que suficiente para propiciar y ser el motor de todas las reformas sociales, económicas y políticas que los españoles exigen, incluyendo las necesarias enmiendas a la constitución. Un tsunami de reformas, desarrollado sin prisas, pero sin pausa, y lo más consensuado posible para garantizar su perdurabilidad. Lo que Rivera y Sánchez deberían haber hecho en abril y no hicieron.

Si el lector hace el esfuerzo de huir de los tópicos, lugares comunes, fotos fijas o prejuicios que se utilizan para marcar las diferencias entre la izquierda y la derecha, progresistas y conservadores, estará de acuerdo conmigo en que, salvo que piensen que ser de un bando u otro es algo que se hereda («de derechas- o izquierdas-de toda la vida»), a estas alturas del siglo XXI existen mas diferencias entre UP o los separatistas con el PSOE, que entre este y el PP. Y que los populares están de hecho más lejos de Vox que del PSOE. Sin embargo, hablamos de izquierda progresista como si la derecha no fuera amante del progreso de la sociedad y de derecha conservadora, como si la izquierda no tuviera nada que conservar. Si superamos estos tópicos propiciando un lugar de encuentro entre los constitucionalistas -lo que algunos llaman centro-, hallaremos el camino de la segunda transición -sin los políticos de la primera- y el comienzo de otros 40 años de estabilidad política y social y prosperidad económica.

Dado el carácter atemporal de este artículo, y cualquiera que haya sido el gobierno que Sánchez presida o en trance de formar cuando se publique, aún estamos a tiempo de buscar el mayor consenso constitucional, para empezar con un doble objetivo: reformar la ley electoral y modificar el Senado, con el fin de consolidar el estado autonómico. Sobre todo, es urgente una nueva y más equilibrada ley electoral que sirva para colocar a cada uno en su sitio -incluyendo a los independentistas - facilite la gobernabilidad, propicie las coaliciones y evite que cinco diputados, o uno, sean tan decisivos como para poner en cuestión todo el sistema a cambio de un sillón en la Moncloa. Salvo que alguien piense que la III República está al caer.