Si nos atenemos a la respuesta que los pensadores anarquistas dieron a esa pregunta, habría que admitir que los estados solo sirven para esclavizar a los ciudadanos. Para Bakounine, el Estado es una abstracción construida para devorar las libertades individuales. Stirner es aún más radical cuando afirma que todo Estado es una tiranía, bien sea ejercida por una sola persona, bien por un gobierno, siendo su objetivo subordinar a los individuos a las decisiones que toma una élite (hoy está más de moda decir "la casta") en nombre del pueblo. En consecuencia, la solución más lógica es la desaparición de los estados (o como dice Bakounine, "la desaparición de la teología del estado"). Esa postura explica sus luchas contra el comunismo que, como es bien sabido, es la máxima expresión del totalitarismo estatal.

La respuesta de los liberales no es la desaparición del Estado, pero lo reducen a su mínima expresión, asignándole únicamente la potestad de velar para que la política respete las leyes "naturales" del libre mercado. Hayek, treinta años antes de recibir el premio Nobel de Economía en 1974, apoyó esa idea afirmando que la sociedad, al igual que los mercados, logra regularse a sí misma sin la intervención del Estado. De acuerdo con la clásica idea de Rousseau, el Estado solo tiene sentido como consecuencia de un contrato social, en el que cada ciudadano acepta voluntariamente ceder una buena parte de sus derechos individuales en favor del Estado mediante la elección de quienes considera que pueden ser los gestores más apropiados.

Por su parte, la socialdemocracia asigna al estado la misión de planificar la economía y aprobar leyes que garanticen el respeto de los individuos por parte de las corporaciones empresariales, incluyendo por supuesto a los bancos. Pierre Mendès France afirma que, dado el enorme poder de las corporaciones empresariales, nadie con un mínimo de sentido común puede defender los postulados clásicos del liberalismo, sintetizados en el "laisser faire, laissez passer". Según dicho autor, los modernos estados tienen el deber no solo de planificar la economía sino el de aprobar y ejecutar acciones destinadas al bienestar de la ciudadanía y, sobre todo, gestionar los servicios públicos para evitar las diferencias sociales y económicas entre las personas.

Ese breve panorama de concepciones diferenciales acerca del Estado muestra la dificultad que conlleva dar una respuesta unívoca a la pregunta que sirve de título a este artículo. Es esa incertidumbre la que, a mi modo de ver, explica que últimamente hayan resurgido los planteamientos populistas en los países donde parecía estar consolidada la democracia liberal y el Estado de bienestar. En este tipo de doctrinas lo más importante no es su programa (a veces, ni siquiera lo tienen), sino la lucha contra un Estado que arruina a la clase media con sangrantes impuestos, que beneficia a los bancos y a las multinacionales, y que deja a millones de personas sin casa, sin trabajo, sin comida y sin servicios sociales, mientras que los políticos que detentan el poder no solo no se conforman con disfrutar de privilegios escandalosos, sino que además se manchan las manos con una corrupción jamás imaginada.

Si se analiza el actual panorama político a escala mundial, hay que reconocer que los planteamientos liberales han calado hondo en las conciencias individuales. Un ejemplo de que ello es así lo demuestra el hecho de que, ante el panorama social tan desolador que han generado los abusos de los bancos, una buena parte de las protestas sociales se dirijan contra esas instituciones y no contra los estados. Los bancos no se crearon para hacer obras de caridad, sino para obtener las máximas plusvalías a costa de los negocios que hacen con el dinero de quienes lo depositan en sus arcas, y con sus especulaciones en las bolsas. Creer que los bancos tienen alma es como seguir creyendo en los reyes magos siendo adultos. Los bancos son lo que son y operan como operan porque los estados se lo permiten. Por lo tanto, es contra el Estado, representado por el gobierno, contra lo que hay que protestar.

Si un banco desahucia a una familia, quien tiene la obligación de darle una vivienda en condiciones es el Estado. Si una persona pierde su trabajo, es el Estado quien tiene que proporcionarle un subsidio digno que le permita vivir en las mismas condiciones que cuando tenía ese trabajo. Si la ley obliga a que los niños asistan a la escuela en un determinado intervalo de edad, es el Estado quien tiene la obligación de ofrecerles unas escuelas de calidad de modo gratuito, incluyendo la comida del mediodía y el material curricular. Si la sanidad pública no es capaz de atender debidamente y de modo gratuito a todas las personas que viven en un país, es al Estado a quien hay que reclamar. Cuando los estados no garantizan esos derechos, es lógico que la gente apoye a las plataformas antisistema sin pararse a pensar si las soluciones que defienden son viables desde el punto de vista político y económico. La única forma eficaz de neutralizar a esas formaciones populistas no es ridiculizando sus propuestas, sino garantizando esos derechos a las capas sociales más desfavorecidas por parte del estado.

Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza