He leído una noticia de agencia en la que se dice que dos parlamentarios socialistas (los señores Urquizu y Heredia) han presentado un escrito quejándose por el hecho de haber descendido el número de estudiantes aprobados en la última prueba de selectividad. Según los datos proporcionados por la agencia Europa Press, el descenso se ha producido en nueve regiones, dándose el menor índice de aprobados en Castilla-León (94,5%), Extremadura (93,2%), Asturias (92,4%), Baleares (92,3%) y Madrid (90,8%). En cambio, el porcentaje de aprobados mejoró con respecto a convocatorias anteriores en Aragón, Cantabria y La Rioja.

Analizando a fondo las razones esgrimidas por dichos parlamentarios, se evidencia de forma meridianamente clara que les importa bien poco el trasfondo social de esa prueba y que, por el contrario, lo único que pretendían era tratar de lanzar carroña en las fauces del partido gobernante, utilizando unos argumentos que nada tienen que ver con las características de esa prueba y mucho menos con los resultados obtenidos por los estudiantes que la han realizado este año, tal y como lo demuestra el hecho de que en unas regiones haya descendido ligeramente el promedio de aprobados y en otras haya aumentado.

No hay que ser experto para percatarse de que un examen que es aprobado por más del 95% de los examinandos no sirve para medir la calidad del sistema educativo y mucho menos para evaluar a nadie en un proceso selectivo. En todo caso, la única conclusión razonable que puede extraerse es que la prueba está pésimamente diseñada y que, en consecuencia, hay que cambiarla de forma radical. Dado que resulta imposible la firma de un pacto educativo nacional, en el que tendrían que incluirse unos criterios claros y objetivos para el acceso de los estudiantes a la universidad, debido a que en los partidos políticos con representación parlamentaria predominan sus intereses particulares y no los que afectan al bien común (un ejemplo evidente es la queja planteada por esos dos parlamentarios socialistas), la única alternativa lógica es suprimir esa absurda prueba en lugar de perder el tiempo cambiándole el nombre, o intentando que todavía sea más fácil de lo que ya lo es.

Tampoco creo que haya que ser muy inteligente para darse cuenta de que si, a pesar de los años transcurridos y del coladero que indican los resultados, continúa existiendo la prueba de selectividad es porque cumple otra función social relevante, consistente en estratificar los estudios universitarios de acuerdo con el prestigio social de las profesiones. Es cierto que con ese elevado porcentaje de aprobados, todos los estudiantes consiguen un puesto en la universidad, lo cual me parece aberrante, pero no en todas las facultades que la integran. Como es bien sabido, para poder acceder a las carreras con mayor prestigio social, con mejores expectativas de encontrar un buen trabajo, o con posibilidades de obtener salarios más elevados, no basta con aprobar sino que se requiere alcanzar las puntuaciones más elevadas.

Lo que ocurre es que desde hace varios años la prueba de selectividad ni siquiera cumple correctamente esa finalidad de estratificar los estudios universitarios. Al haberse convertido en un mayúsculo coladero, el número de estudiantes que obtienen las calificaciones más elevadas supera con creces al número de plazas que ofertan las facultades en las que se cursan las carreras con más alto prestigio social. A la vista de esa estrambótica situación, en lugar de coger al toro por los cuernos, se elevó el rango de las notas (del máximo de diez puntos posibles se pasó a quince) y para lograrlo se permitió que los estudiantes pudieran repetirla. Con esa chapuza técnica tampoco se resolvió el problema de la falta de plazas en determinados estudios universitarios ubicados en las grandes ciudades, teniendo los estudiantes sobrantes, a pesar de tener excelentes calificaciones, que elegir las carreras más prestigiosas en los centros situados en ciudades más pequeñas. Esa nueva estratificación entre ciudades es perfectamente visible en los casos de Huesca y Teruel con respecto a Zaragoza en las carreras que están duplicadas.

A juzgar por la bibliografía existente sobre el tema, puede afirmarse que es muy conveniente que existan pruebas diferenciadas en función de las competencias necesarias para cada tipo de estudios, con el fin de seleccionar a los mejores estudiantes universitarios, pero se requieren unas pruebas que no sean un coladero y que reúnan los máximos requisitos de validez, de fiabilidad y, a ser posible, también de tipicidad. Por desgracia, mucho me temo que todo va a continuar como hasta ahora, ya que los jefazos de los partidos políticos no son capaces de ponerse de acuerdo, bien sea porque no les interesa la mejora de la calidad de nuestro sistema educativo, o bien porque lo único que pretenden es que las cosas vayan fatal para, de ese modo, aprovechar la coyuntura para darle caña al gobierno de turno, tal y como han hecho los dos parlamentarios que he citado al comienzo de este artículo.

*Catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza