Las izquierdas españolas llevan toda la vida sumidas en crisis de identidad. Se han peleado entre sí por ver quién y quién no era la más auténtica: progresista, revolucionaria, pragmática, rompedora, actual, democrática, innovadora... Ayer mismo, nuestro Lambán se presentó a sí mismo como lo más de lo más, aprovechando tal vez que Echenique ya no para aquí y no le iba a disputar el título.

Las derechas, ahora, andan en lo mismo pero mucho peor. Porque como no estaban hechas al lío, la situación sobrevenida tras la moción de censura y la espantada de Rajoy les ha descolocado cantidad. Antes vivían bien encajadas, compartiendo una manera de entender la vida que tenía sus matices pero coincidía en lo esencial. Ahora, las aspirantas y el aspirante a presidir el PP recorren España con unos discursos que carecen de profundidad ideológica y de capacidad propositiva, de programa y de sustancia porque son puros argumentarios. Sáenz de Santamaría ha asegurado que convertirá a Pedro Sánchez en adicto al paracetamol. Cospedal ha proclamado que socialistas y podemistas quieren convertir TVE en una máquina de generar odio. Casado, con sus títulos académicos bajo fundada sospecha, las está empujando, a las dos desde la derecha-derecha, lo cual es ya el no va más.

A las derechas (incluyendo a Cs, claro que sí) todo las saca de quicio: los separatistas, los periféricos en general, los inmigrantes, las feministas, la LGTBI, el orgullo, la sostenibilidad ecológica, la ofensiva contra el plástico y el diésel, el cierre de las nucleares, el reequilibrio de una RTVE que estaba convertida en la delirante sucursal de Telemadrid e Intereconomía... Frankenstein. Quieren provocarle dolores de cabeza a ese monstruo, a quien, sin embargo, Merkel mira arrobadita porque al fin ve un Mariano como Dios manda y que incluso le habla en inglés.

Todo les viene mal a las derechas. También el triunfo de López Obrador, la última esperanza de México. Cómo estarán estas buenas gentes, que García Margallo les parece medio rojo. Otro Frankenstein.