Si los parlamentos son los verdaderos templos de la democracia representativa, deberían ser escrupulosamente honrados como tales. Pero muchas veces no es así. En España hemos visto cómo el PSOE, un partido con (supuesto) ADN republicano, primero ha ayudado a blindar el relevo monárquico para después abstenerse en el aforamiento del rey saliente, consciente de que bastaba con los votos favorables del PP. No ha sido una rectificación, sino otra incoherencia; un jugar a dos barajas, un nadar entre dos aguas que a veces conduce a un dique seco. Así, no sorprende que en la despedida de Rubalcaba los parabienes de sus adversarios han parecido menos un gesto de educación y cortesía que un corporativismo endogámico.

Que el juego de rivales ideológicos quede en retórica de salón y cálculo (y no defensa) de intereses resta credibilidad, no dignifica sino que empobrece la política. En Grecia, país que hace años miramos de reojo como a una acechante sombra que unas veces nos antecede y otras nos persigue, ese deterioro es más palpable. Su Gobierno ha decretado cuatro meses de parón estival en el hemiciclo. Se trata de evitar que se cuestione lo que la troika les tiene preparado para otoño. Mientras, el 75% de los griegos no pueden permitirse unas vacaciones este verano.

Y en Bruselas se constituye el Parlamento Europeo eligiendo, en primer lugar, al candidato conservador Jean-Claude Juncker tras semanas de movimientos solo propios de trileros. Quién le iba a decir al italiano Renzi que lograría una mayor "flexibilidad" en sus cuentas por apoyar a Merkel frente al empecinado Cameron. La lección final nos la sabemos desde el principio: la austeridad, en cuanto a contenido, no ha sido una necesidad sino un modelo impuesto.

Y luego quedan las formas. Resulta que gran parte de los eurodiputados españoles están vinculados con una sicav de Luxemburgo. A Willy Meyer le ha costado el puesto. Al resto no. Paradójicamente, para el jefe de nuestra Hacienda, Cristóbal Montoro, es algo natural. Otros prefieren aducir ignorancia, lo que aún es peor. Una vez más, legalidad y moralidad no mezclan bien con autoridad. Y así, ¿dónde queda la legitimidad? Periodista