Por edad, pertenezco a la generación del cambio. La de aquellos españoles que recogimos el testigo de una España atribulada, que había sufrido una guerra civil devastadora, una guerra mundial que convulsionó la conciencia moral de la humanidad y una dictadura inacabable. No éramos, huelga decirlo, mejores que nuestros padres. Pero habíamos aprendido a la fuerza una lección: la necesidad de convivir. La necesidad de superar odios y errores. La de perdonar. La de comenzar de nuevo.

Poseíamos --algunos todavía la conservamos-- esa pasión civil que se adquiere cuando se lucha desde las catacumbas por una sociedad libre. Cuando se trabaja denodadamente por alcanzar unos niveles de civilización que se creían inalcanzables. Esa pasión nos ayudó a superar con lucidez, frialdad y buen juicio las viejas trampas del pasado y a dejar que los muertos enterraran a sus muertos. Queríamos crecer como hombre libres y maduros, comprometidos con un futuro al que creíamos tener derecho.

Hoy vuelve a la vida política del país el eco de los viejos argumentos ante los viejos problemas, como si el esfuerzo de toda una generación hubiera sido baldío. Se intenta, de nuevo, quebrarnos las alas. Cuando estamos a un paso de confluir social y económicamente con Europa. Cuando disfrutamos del más largo y fructífero momento de concordia de toda nuestra historia. Por eso les recuerdo que es la segura esperanza de un tiempo de progreso lo que está en juego en estas próximas elecciones. No se inhiba.

*Periodista