Vox suele conformarse con poco. Salir en la foto o algún gesto simbólico, aunque sea muy menor. El otro día desbloquearon los presupuestos andaluces, tras firmar (y retratarse) con PP y Cs un documento enunciativo, y mover en las cuentas poco más de dos millones de euros sobre un monto total de 36.495 millones. Eso sí, las partidas modificadas se referían a la atención a inmigrantes (reducida), la ayuda a embarazadas (incrementada), la protección y asesoramiento a mujeres maltratadas (reducida) y algún otro de esos temas que integran la lista de filias y fobias de la extrema derecha ecuestre.

Pero lo que Vox sí consigue, y ahí está su mayor efecto perturbador, es introducir en los argumentarios y los programas de las otras dos derechas esos temas suyos, con idénticos enfoques y a menudo con la misma retórica. Los diez puntos que Cs ha paseado por toda España convirtiéndolos en punto de partida para negociar autonomías y ayuntamientos son un buen ejemplo de infiltración voxística. En el PP, por supuesto, el giro a la derecha sin complejos se ha hecho bebiendo en la dialéctica de Abascal y compañía.

No es un fenómeno nuevo. El brexit no fue tanto consecuencia de los discursos incendiarios de Farage, el líder del ultraderechista UKIP, como de la incorporación de tales discursos a la doctrina del ala dura del Partido Conservador. En otros lugares de Europa están pasando cosas muy parecidas. El nacionalpopulismo arrastra a los conservadores antaño moderados.

Por eso en España ha pasado lo que tenía que pasar. Solo en Barcelona la presencia de Valls y otros independientes en la lista apoyada por Cs ha acabado respaldando un acuerdo entre el PSC y los comunes de Colau que ha dejado fuera de juego al independentismo. Curioso, ¿verdad?, que la derrota más sonora sufrida por Esquerra y JxCat tras unas elecciones, haya tenido ingredientes políticos tan poco habituales. Y todo porque desde una candidatura unionista se ha actuado de forma consecuente: frenando a los secesionistas. De cajón. Pero una rareza.