El presidente saliente, José María Aznar, el más intransigente y menos dotado de la transición, se despidió ayer de Aragón, quién sabe, ¡oh!, si para siempre.

Fiel a su secarrón estilo, lo hizo sin pena ni gloria, a taconazo limpio, sacando pecho, y de paso el ventilador.

Desde el puente de plata de Calatayud, donde el alcalde popular Fernando Martín, su último cartucho, le montó un homenaje de los que hacen época, don José María pudo haber tenido el detalle de visitar también la capital de la comunidad autónoma, Zaragoza, que le quedaba a tiro de piedra a bordo del helicóptero, y donde residen la mitad de los aragoneses, pero ese territorio era ya colonia rebelde, y en consecuencia se abstuvo.

No quiso, por tanto, despedirse de los aragoneses, como ha venido haciendo con los americanos de Bush, con los europeos de bien, con los gallegos de Fraga y los valencianos de Camps. Quizá porque aquí, en lugar de premios, ha encontrado un premioso reconocimiento a su gubernamental labor. Porque Aragón, lejos de rendirle pleitesía, de hincar la rodilla ante el espadón de su mayoría absoluta, ha castigado su soberbia, y su ignorancia, en la calle y en las urnas; lo ha desposeído de crédito y de poder, y lo ha condenado al olvido.

Aznar, de cuerpo político presente, quiso aún, como El Cid frente a las murallas de Valencia, vencer después de morir, pero el aroma a funeral de su bilbilitano cortejo tuvo un perfume azufrado, como de alma, más que mártir, inconfesa, un tono rencoroso y faltón que en nada contribuirá a enaltecer su memoria.

Porque, en su postrer acto, este extraño personaje, lejos de mostrarse generoso, magnánimo, o de admitir pasados errores, todavía incurrió en el vicio de faltar a sus gobernados. Con esa lengua suya, que habría que lavar con jabón, insistió hasta el final en defender sus pobres falacias, causando piedad ajena y una cierta inquietud por su salubridad mental.

Pues sólo alguien que padezca algún tipo de desequilibrio puede sentirse orgulloso, orgullosísimo, de habernos embarcado en una guerra como la de Irak. Sólo alguien cuya inteligencia haya sufrido alguna clase de pérdida puede sentirse orgulloso, orgullosísimo, de hacer el trasvase del Ebro. Y sólo un tonto, o un mal bichete, podría sentirse orgulloso, orgullosísimo, de hacerlo, en ambos casos, a base de patrañas, falsos informes, amañados datos, múltiples censuras, inconfesables miras.

Yo, la verdad, no creo que Aznar sea tonto, en sentido estricto. Es agrio, desagradable, mezquino, ofensivo, maquinador, moralmente ambiguo, pero tonto, lo que se dice tonto, no.

¿Perverso, entonces? Probablemente, pero a la manera de un niño mal educado que no quiere compartir sus juguetes, y que acusa con el índice y falta a los demás, y da patadas cuando los demás se acercan a jugar con él. Un solitario Aznarín , el último de la fila, que quiso ser el primero a base de poner zancadillas y que, ahora, aunque reclame la matrícula de honor, se va con los deberes mal hechos, sin banda y sin amigos por el patio vacío.

¿A dónde?

*Escritor y periodista