El fiscal general del Estado, en su intervención durante la apertura del Año Judicial, se ciñó al dogma retórico cuando definió a España como la «patria común e indivisible». Bueno, cualquiera que sea español del común y ni siquiera periférico pensará con razón que, si una parte de esa patria se empeña en situarse al margen, la indivisibilidad puede quedar rota... ¿salvo que se imponga por la fuerza? Y sí, es muy bonito proclamar la unidad nacional como obligación ante la que no caben excusas. Pero eso no resuelve el problema planteado en Cataluña. Ese conflicto se nos está pudriendo en medio de míseros cálculos electorales (de unos y de otros), sucias jugadas tácticas y unos argumentarios tan retorcidos como absurdos hechos para convencer a los fanáticos centrípetos o centrífugos.

De alguna manera, España ha ido dejándose en las cunetas de su tránsito histórico (allí donde todavía duermen el sueño eterno miles de ciudadanos asesinados por pretender cambiar y mejorar su país) asignaturas que jamás aprobó porque la parte más negra y reaccionaria de su ser se empeñó en impedirlo. De todos los sueños, aspiraciones, reivindicaciones y progresos perdidos, olvidados o recobrados mal que bien sobre la marcha, la cuestión territorial ha venido a ser lo único que sigue ahí vigente, imperativo, encabronado. Qué fracaso colectivo.

Parece ser que hoy los soberanistas catalanes harán otra de sus maniobras políticas para seguir construyendo su propio juguete patriótico (antidemocrático, sin ninguna duda). Su derroche de populismo, oportunismo y victimismo (solo había que oír ayer a Puigdemont y a Oriol Junqueras) pretende situar en el campo del PP a cualquiera que les ponga la más mínima pega. Pero son ellos los que en realidad trabajan al unísono con Rajoy y los suyos. Los nacionalistas están a gusto cuando se movilizan frente a los otros. Pero esos otros no dejan de ser su propia contrafigura, su reflejo al otro lado de una imaginaria frontera.

Un lío monumental y peligroso. Y en verdad común e indivisible.