El verano político ha terminado como el climático, con chuzos de punta y tormenta estática sobre los cielos de Moncloa. Que no encarnan ya los cielos mesetarios de Aznar, sino el turbión leonés del nuevo inquilino.

Mariano Rajoy, preocupado él, acudió a su cita con el presidente Zapatero bajo el paragüas nacional, rojo y gualda, de este nuevo PP que es cada vez más antiguo; pero abandonó la casa del poder "muy preocupado". Inquieto por lo que a su juicio deben ser negros nubarrones suspensos en panza de burra sobre la sacrosanta unidad de la patria forjada por el visionario Fernando el Católico y aquel gran bebedor de cerveza que fue el emperador Carlos.

Confiaba remotamente Rajoy en que el político de la flor y la rosa le desvelase en rigurosa primicia sus futuros diseños territoriales; su concepto del Estado de las autonomías; sus reformistas previsiones con respecto a la Constitución; el modelo de país que pretende establecer y, sobre todo, en qué frontera política y económica situará el límite del desarrollo autonómico, esa tajadera que los populares llegaron a llamar con la boca pequeña "ley de punto final". Pero Zapatero, al parecer, calló en lo esencial, ocultó sus cartas, dejó a Rajoy abrasado de candentes dudas, limitándose a escuchar su largo listado, pero sin resolverlas.

Los líderes del PP, con la atípica e imprevisible excepción de Manuel Fraga, nunca han creído en el diseño de Adolfo Suárez. La derecha sólo asumió el Estado autonómico bajo el propósito de frenar desde la oposición su natural desarrollo. Los años ochenta escenificaron con claridad esa aversión ideológica, hasta que los politólogos de la fuerza conservadora comprendieron que, si algún día pretendían llegar a gobernar, debían asimilar la diversidad de las comunidades, sus lenguas, su nacionalidad, sus hechos diferenciales, y fingir que empujaban ese mismo carro. Pero su impulso giraba alrededor de la Administración Central. Básicamente, ésa era y es la diferencia entre el PP y el resto de los partidos autonomistas: la derecha concibe las autonomías como delegaciones de Madrid, mientras que el resto del arco parlamentario, en distintos grados, sostiene que cada autonomía es en sí misma un ente administrativo propio, capaz de abastacerse con recursos propios y de ordenar políticamente la existencia de sus habitantes. Zapatero, como parece desprenderse de sus primeras declaraciones, podría estar apuntando, a medio plazo, y en la línea de Maragall, a la definitiva configuración del territorio español como una nación de naciones. Una federación, como la norteamericana, por ejemplo, con claras diferencias autóctonas, pero tejida en una nueva y más equitativa unidad. Un proyecto difícil, sin precedentes en Europa, pero justificado por los éxitos políticos de la transición y la marcha de la economía a lo largo de las dos últimas décadas.

Frente al enigma territorial de Zapatero, el nuevo-viejo partido de Rajoy adoptará una posición patriótica, españolista. Justo la que Zapatero necesita para dar el golpe de tuerca y cambiar el decorado de una pieza teatral en la que se está renovando el elenco.

*Escritor y periodista