La administración de la vacuna AstraZeneca, desde su aprobación por la Agencia Europea del Medicamento el pasado 29 de enero, ha estado regida en España por diversos criterios: se empezó a inocular a menores de 55 años; se suspendió precipitadamente su uso durante unos pocos días ante las primeras noticias de aparición de trombos en pacientes que la habían recibido; se reemprendió su uso ampliándolo a todos los menores de 65 años y ahora ha pasado a estar prescrita solo a los mayores de 60 años. La aportación de nuevas evidencias en sucesivos estudios a partir de su uso en condiciones reales y sobre un colectivo de millones de personas justifica en parte que las indicaciones sobre esta vacuna se hayan ido ajustando a la información disponible en cada momento. No es tan comprensible, en cambio, que las respectivas decisiones desde el ámbito de la Administración se hayan tomado en ocasiones de forma acelerada y sin esperar a dictámenes de las agencias sanitarias (lo que ha llevado a vaivenes que podrían haberse ahorrado) y no siempre ajustándose a las propuestas razonadas que han transmitido los expertos, amparándose en el «principio de precaución» interpretado no en términos de razonable cautela médica sino de temeroso cálculo político. Que a la confusión a nivel nacional se le sumen decisiones contradictorias a nivel autonómico (como la extemporánea suspensión de la vacunación en Castilla y León) y criterios contradictorios en cada uno de los países europeos, cada uno de los cuales ha reaccionado de forma dispar ante las pautas marcadas por la Agencia Europea del Medicamento, no ha hecho más que multiplicar el desconcierto de los ciudadanos.

Es posible que la opinión pública se forme su opinión y alimente sus temores más a partir de cómo interpreta las cambiantes decisiones de las distintas administraciones sanitarias españolas y europeas que de las informaciones que se desprenden del trabajo de virólogos y epidemiólogos. Y no debería ser así. ¿Cuáles son los hechos, en este momento? Efectivamente, existe una muy posible, pero no segura, correlación entre la inoculación de la vacuna de AstraZeneca y unas decenas de episodios de trombos, en algunos casos con resultado mortal, entre los 25 millones de personas que la han recibido en Europa. Estos efectos secundarios, con todo, no pasarían de ser «raros», con menor incidencia que los ya asumidos como inevitables en otros tratamientos médicos o incluso actividades cotidianas. En todo caso, las vidas salvadas administrando la vacuna superan abrumadoramente el posible riesgo que se corre con su uso. Y estos accidentes se han producido siempre en las dos semanas siguientes a la inoculación, lo que debería tranquilizar a quienes recibieron su dosis hace más tiempo. Por otra parte, desconocer aún cuál es la causa dificulta saber cuál debe ser el factor de riesgo a aislar, pero parece que el colectivo de mujeres menores de 60 es el más susceptible y, por lo tanto, el que se debería proteger aplicando especial prudencia.

Ante este panorama de desconcierto, pues, cabe difundir y remitirse a la evidencia científica existente en este momento a la hora de contrastar temores y dudas y rebatir rechazos irracionales. Si también las decisiones políticas se ajustaran al conocimiento existente en este momento y a las recomendaciones vigentes, no a los temores no comprobados, sería probablemente más fácil que se entendiera y asumiera cuál es el nivel razonable de confianza que debemos mantener ante una solución que ha salvado y aún ha de salvar muchas vidas.