La cosa ha sido más o menos así. El emir de Qatar habría emitido un comunicado advirtiendo a los vecinos del Golfo de que no se puede ignorar a Irán por más tiempo y que algunos terroristas islámicos eran poco menos que la madre Teresa. Antes de que el emir negara haber escrito semejante desvarío, Arabia Saudí y otros países del Golfo ya habían roto relaciones con Qatar y cerrado las fronteras que les dan de comer, porque aunque sea el país más rico del mundo no cultiva ni una calabaza. Tampoco tiene espacio para criar corderos pero sí para albergar la mayor base militar de los EEUU en la Península Arábiga, de donde salen los cazabombarderos que zumban a los yihadistas en Siria e Irak. Qatar era una pedanía de Arabia Saudí hasta que descubrió, junto con Irán, la mayor bolsa de gas del mundo y empezó a tratar de tú a tú a la poderosa petromonarquía saudí y a entenderse con Irán, porque donde hay negocio y muchísimo dinero no hay fe que valga. Y en estas que llega Trump a Riad, a reconstruir puentes entre EEUU y los 1.200 millones de musulmanes, según su discurso, y les vende armamento por valor de 110.000 millones de dólares (en 2016 fueron 63.700) porque Arabia Saudí, con la inestimable ayuda del presidente norteamericano, pretende frenar como sea la maligna influencia iraní y sus misiles balísticos. De modo que este sensacional embrollo geopolítico, que lleva años gestándose, puede tener un relato muy interesante para los historiadores, si queda alguno. Porque una guerra entre el reino y la república más integristas del mundo pone los pelos de punta. H *Periodista