«De verdad os digo que ningún profeta es bien mirado en su tierra». Esta frase que figura en el Evangelio de san Lucas, la atribuye el apóstol a Jesús, refiriéndose a sí mismo, pues nadie de la tierra palestina, en donde nació Jesús, creía en sus predicaciones basadas en el amor a Dios, que empieza por el respeto y el amor a los demás.

Sin embargo, el cosmopolita aforismo de «nadie es profeta en su tierra» -y esto no es precisamente motivo de satisfacción- continúa siendo de perfecta aplicación a día de hoy en cualquier parte del mundo. Incluido Aragón, por supuesto. De hecho un buen ejemplo de ello lo tenemos en un aragonés que ha llegado a ser universal: José de Calasanz, quien por haber sido canonizado un 25 de agosto de 1648, tiene en este día su festividad en el santoral.

Calasanz fue un hombre de pueblo, concretamente de uno de Huesca, Peralta de la Sal, donde nació en el año 1557, reinando en España Felipe II. Ordenado sacerdote, marchó a Roma en 1592, y seguramente influido por las propuestas educativas manifestadas en 1526 por el pedagogo valenciano Juan Luis Vives en su libro De subventione pauperum (Sobre la ayuda a los desfavorecidos), el santo de Peralta abrió una escuela gratuita para los niños pobres que, a centenares y expuestos a todo tipo de peligros, deambulaban y mendigaban por las calles de Roma, pues no tenían acceso a la educación.

Fue así cómo en aquel humilde centro docente (abierto por el aragonés en la iglesia de santa Dorotea, en Roma) nació la primera escuela pública, popular y gratuita del mundo. Pero el pedagogo aragonés pretendía un proyecto mucho más ambicioso: la universalización de la enseñanza gratuita para todos los niños sin distinción de clases, naciones ni credos. Para ello, en 1617 fundó la Congregación de las Escuelas Pías, reconocida cuatro años después, por el papa Gregorio XV, como orden religiosa dedicada a la educación de niños y jóvenes, bajo el lema Piedad y letras. Y no solo eso, puesto que José de Calasanz pensó también en cómo habían de ser sus escuelas (todas bajo un mismo diseño de aulas, patios de recreo, mobiliario, luminosidad y dotadas del material escolar necesario), siguiendo -ya a comienzos del siglo XVII- los mismos patrones que se siguen en pleno siglo XXI.

Y lo mismo sucedió con su método de estudios (progresivo, de adelantamiento por ciclos, y centrado en la adecuación de lo aprendido por los niños a su aplicación en la realidad durante su vida adulta) que luego imitaron otros pedagogos a finales del siglo XVIII; tal fue el caso del suizo Pestalozzi o del inglés Lancaster, quienes se atribuyeron la paternidad de un método que san José de Calasanz había ya puesto en práctica (y de manera mucho más elaborada que ellos) casi dos siglos atrás.

Sin embargo, y quizás por un laicismo exacerbado, los citados autores han ocupado muchas más páginas en los libros sobre historia de la pedagogía que san José de Calasanz. Afortunadamente, cada vez son más los autores que reconocen la definitiva y gran aportación a la educación universal que hizo san José de Calasanz, el verdadero padre de la pedagogía moderna. Por eso es el patrón de los maestros, festividad que se celebra en las escuelas de España y de otros muchos países el 27 de noviembre.

Por otro lado, sobre la gracianesca y visionaria agudeza pedagógica e intelectual de Calasanz, da buena muestra el hecho de que fue íntimo amigo de Galileo, e introdujo en las escuelas sus entonces revolucionarias enseñanzas matemáticas y físicas, a pesar de la Inquisición, que como a Galileo, también a Calasanz lo acosó; si bien en ambos casos (E pur si muove) acabó triunfando la verdad de ambos genios sobre la mentira de los ignorantes. Y quién sabe si -después de que lo hiciera el padre de la astronomía moderna, apuntando aquel instrumento de refracción hacia Júpiter- fue José de Calasanz el segundo ser humano en contemplar -en la noche del 25 de agosto de 1609- las siete lunas de Júpiter a través del telescopio que el magistral astrónomo italiano acababa de inventar.

Y sin embargo, san José de Calasanz, aragonés universal, sigue sin tener en alguna de -todas-sus hermosas plazas de la capital de su nación (que así decía de dónde era en sus cartas: «aragonés de nación») una estatua que conmemore y recuerde su aportación educativa en beneficio, desarrollo y progreso de la Humanidad. Yo, ahí lo dejo.

* Historiador