Nuestros dirigentes, tanto políticos como empresariales, no saben pedir perdón. Y es una pena, porque si supieran se ahorrarían muchos disgustos, y los ciudadanos estarían más contentos con la clase dirigente. Todos cometemos errores. Algunos de ellos de consecuencias muy graves. Cuando nos damos cuenta de ello, deberíamos pedir perdón de forma inmediata y sincera. Eso es bueno para todos, para el ofensor y para el ofendido. Y sin embargo no lo hacemos casi nunca.

Y no lo hacemos porque pedir perdón conlleva admitir el error propio, y un cierto propósito de enmienda. En las culturas orientales hay más predisposición a pedir perdón. No son raras las escenas de ministros y dirigentes empresariales de Japón o Corea que se arrodillan y postran la frente hasta el suelo, en una rueda de prensa, convocada para solicitar perdón por sus errores. Otros, más resueltos, no dudan en quitarse la vida, como ejercicio supremo de arrepentimiento por las obras mal hechas. Cuanto más alta sea la estima por el honor y el amor propio más fácil es que el ofensor esté dispuesto a sacrificar su propia vida. Un capitán de la Guardia Civil se quitó la vida, la víspera del día en que tenía que declarar en el proceso sobre malversación de fondos reservados. Prefirió autoimponerse una pena mucho más alta de la que le hubiera correspondido, y entendió que así saldaba sus deudas con la sociedad.

PERO NINGUNO de los altos dirigentes políticos procesados en esa misma causa llegaron siquiera a pedir disculpas a mostrar remordimientos. No hace falta mencionar por su nombre a todos los políticos y banqueros juzgados por corrupción, para recordar que ninguno de ellos pidió perdón a los ciudadanos, cuyos impuestos fueron dilapidados.

Hace pocos años el presidente de un estado de Alemania Federal se suicidó por razones parecidas a las del guardia civil. Lo mismo hizo un ministro francés. No hace falta llegar tan lejos, pero sí hace falta reconocer los errores y pedir perdón de las víctimas. Un asesor de seguridad del presidente Bush inició la semana pasada su testimonio sobre el 11-S ante el Congreso con estas palabras: "Pido perdón a los ciudadanos. Nuestro gobierno les falló, los asesores fallamos y yo mismo fallé". Las disculpas llegan con treinta meses de retraso, pero al menos llegan. Otros han tardado más. El Papado de Roma tardó varios siglos en pedir perdón a los científicos por la condena de Galileo, que estuvo ocho años preso por enseñar que la Tierra gira alrededor del Sol. El Vaticano también tardó ocho siglos en pedir perdón a los musulmanes por el brutal saqueo de los cruzados a Constantinopla en 1203.

Confesar los errores y pedir disculpas sienta bien al propio infractor. El error es como un gusano maligno que se traga la mayor parte de su propio veneno y se enquista en el fondo del alma, como una úlcera en la carne, sin que le permita llegar a curar. Admitir el error, no tiene porque debilitar al que se confiesa, al contrario, le ennoblece ante los demás, y facilita la comprensión hacia sus debilidades. Si el ofendido percibe que el arrepentimiento es auténtico, está dispuesto a perdonar y olvidar. Los psicólogos conocen muy bien ese mecanismo que induce al ofendido a abrazar al ofensor, una vez que se ha pedido perdón. ¿Por qué entonces es tan raro que un dirigente pida perdón por sus errores?

EL PASADO fin de semana la cúpula dirigente del PP se regaló a sí misma un homenaje popular en una plaza de toros, donde sus seguidores aplaudieron con entusiasmo a los hombres que acaban de perder las elecciones. El gobierno saliente ha hecho muchas cosas bien, y algunas cosas muy mal. Entre las que ha hecho mal figuran crispar a los partidos nacionalistas (que han salido victoriosos de las elecciones), y sobre todo participar en una guerra ilegal que nos ha convertido en diana de los fanáticos del Islam.

Aznar demostró ser un político de talla cuando decidió no buscar un tercer mandato. Su talla hubiera crecido mucho si el 12 de marzo hubiera comparecido ante la Nación para condenar sin paliativos la masacre de Madrid y admitir, al mismo tiempo el error; que su empeño en aliarse con Bush (desoyendo el clamor de las manifestaciones pacifistas) hizo de los obreros madrileños una diana fácil para el terror más cruel. Si lo hubiera dicho, y hubiera llorado lágrimas sinceras, es muy probable que Rajoy fuera el nuevo Presidente. Pero no supo hacerlo. Imagino que en la confianza de lo privado, Aznar dirá a Rajoy las mismas palabras que Don Quijote dedicó a Sancho en su lecho de muerte: "Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído".

*Periodista