Me he cruzado con votantes de Pedro Sánchez, porque no siempre pueden evitarse las malas compañías, pero nunca he conocido a uno de sus seguidores. El santoral socialista se agota en González y Rubalcaba, no hay fans del presidente que llena los ruedos electorales de un público que lógicamente acude a verle, pero sin intención de aplaudirle y con el deseo secreto de que se lleve una cornada. Sirva de ejemplo el pragmatismo emocional de los militantes socialistas que acudieron a Ferraz, con motivo de las dos victorias de su líder en un año. No pretendían aclamarle, sino vigilarle, estrechar los límites de su capacidad de maniobra. Para el PSOE no es el mejor, sino que no tienen nada mejor.

Zapatero admite connotaciones admirativas. A Sánchez jamás se le reconoce un mérito, una reacción extraña hacia un hombre rematadamente guapo, según su propia definición y con mandíbula de Supermán. La indiferencia generalizada permite felicitarlo por haber forjado el pacto más inverosímil de la Historia reciente en un ambiente diabólico. Y sin embargo, solo tiene derecho a menospreciar al presidente quien predijera en el turbulento 2017 que Sánchez multiplicaría los acuerdos con ERC, tras apadrinar el 155 y exigir esos mismos meses de cárcel para Junqueras. Todo ello sin levantar pasiones.

La única persona sospechosa hoy de ser un fan de Sánchez es Pablo Iglesias. Apostar a lo peor en política siempre garantiza un premio, por lo que no cabe descartar que los socios acaben como Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal. Sánchez siempre está solo, pero el aislamiento enriquecido por la ambición sintetiza un excelente combustible para alimentar una carrera política. H *Periodista