No hay privilegio más barato e inherente al ser humano que la capacidad de la charla intrascendente. Esa que se practica con fruición en todos los pequeños pueblos de la geografía del país bajo el auspicio de la caída de la tarde, en el momento justo en el que bajan los calores, y la gente sale a la calle a esa cosa maravillosa que es relacionarse unos con otros. Los que aún tenemos pueblo y nos solemos acoplar sin disimulo a los corrillos. Los niños corretean, vigilados por el rabillo del ojo, eso sí, porque no deja de ser una fantasía de conveniencia, pues hay cierta raza de delincuentes que nunca bajan la guardia.

Los adolescentes cuchichean un poco más allá en posturas melindrosas ellas y gallardos ellos, pasándose los primeros cigarrillos y preparando fiestas en pandilla. Los abuelos, gozosos, exhiben familiares ante los vecinos y concurrencia, porque son los que positivamente saben que lo que verdaderamente vale la pena, al final, dista mucho de ser lo material y muestran henchidos de orgullo la larga prole de su descendencia. También son los que más echan en falta a los que este año ya no vienen porque están en una residencia y dan demasiado trabajo a los hijos para «cargar con ellos» en vacaciones, o los que el año se ha llevado, y se miran con ojillos asustados y alerta entre ellos, intentando dilucidar el estado de salud de unos y otros. No hay barreras de edad ni estatus económico ni académico. Las charlas de verano en los pueblos unen y unifican. Y relajan. Relajan mucho todas las tensiones; deberíamos ser más listos e importarlas a la urbe.

*Periodista