En la tradición del western más realista, bronco, básico y seguramente ajustado a la realidad habría tal vez que enmarcar Sin piedad, la cinta de Vincent D’Onofrio, que acaba de estrenarse en cartelera. Una historia ambientada en el salvaje Oeste pero que poco tiene que ver con las películas de vaqueros protagonizadas por Alan Ladd, Gary Cooper o John Wayne. Algo o bastante más próxima a la revisión del género por Clint Eastowood o Tarantino, sin olvidar, en el plano literario, aportaciones como algunas novelas de Doctorow, por ejemplo.

Sin piedad refleja sin la menor compasión la bestialidad básica, nada bíblica, ni siquiera maniquea, sino fronteriza, sino primitiva, del colono blanco que acaba de exterminar a los indios y posesionarse de sus tierras. Irá fundando condados y ciudades como Santa Fe, donde un tipo con una estrella de latón trata de imponer un poco de orden entre peleas de saloon, tiroteos o atracos a bancos como los perpetrados por la banda de Billy el Niño, protagonista (actor, Dane DeHaan) de Sin piedad junto con su alter ego, Pat Garret, de quien fue amigo de juventud, pero del que ahora huye, si quiere salvar su cabeza.

Garret (Ethan Hawke), más que el orden, la Constitución, la justicia o la ley, representará en la trama una cierta idea del bien. No tanto emanada de sus actos o palabras sino de la necesidad inmanente de quienes se encuentran al otro lado de cambiar de bando y dejar de huir, matar, violar, trocando su rendición en algo parecido a la felicidad de llevar en adelante una vida tranquila. Esa necesidad de calor y compasión del hombre huérfano entre elementos adversos, con la única perspectiva de una tumba sin nombre y el posterior olvido, a menos que alguien (como en el caso de Billy y Pat) escriba su historia, sustituye en los aspectos morales de la película (si los hay) la tradicional doctrina del bien. Aquí no hay Dios, tan sólo destino.

Sin piedad nos invita a pensar que hace poco más de cien años, en países hoy tan avanzados como Estados Unidos, se vivía una realidad tan extrema, salvaje y brutal que un ciudadano actual difícilmente podría sobrevivirla.

Una fuerza la ha transformado: se llama civilización.