En la primera vuelta de las presidenciales francesas andan envueltos once candidatos. Aunque solo cuatro albergan esperanzas: Melenchon, Macron, Fillon y Le Pen. Todos ellos se dirigen con discursos más o menos lógicos, más o menos comprensibles, a un electorado que aparece desorientado, desencantado y repleto de miedo al futuro. No hace falta ser un observador demasiado fino para entender que el país vecino chapotea en la decadencia, teme estar perdiendo comba en el mundo global y, como otras veces en su historia reciente, oscila entre un entreguismo demasiado prudente y un chovinismo demasiado osado.

Allí está dividida la izquierda pero también la derecha. De un lado al otro del espectro (nunca mejor dicho) Melénchon representa a la gauche propiamente dicha y, sorprendentemente, sus expectativas crecen mientras se reducen las del candidato socialista Hamon, a quien ha dejado sólo el aparato de su partido. Macron es el candidato más joven, social-liberal, brillante y con muy buehnas opciones de ser finalista y ganador. Fillon, representante de la derecha oficial, anda tocado por el estigma de la corrupción y cuando discursea en televisión se le ve frenado, a la defensiva y pendiente tan sólo de leer el telepronto; sin embargo, su programa de derecha-derecha le mantiene a flote. Le Pen, en cambio, es la más dura, la que se expresa con mayor convicción y energía.

Al final no ganará la jefa del Frente Nacional. Entre otras cosas porque sus pretorianos no pueden evitar el retorno a la vis más fascistoide de un partido que emergió desde la Francia negra. De hecho, su argumentario arranca con demagógicos requerimientos a la clase obrera, al patriotismo industrial y cosas así; pero en seguida se desliza hacia propuestas obviamente ultraliberales en lo económico y liberticidas en lo político. Es fácil suponer que los franceses, asustados, acabarán optando por Macron o Fillon..

Y otra vez la novedad estará en la derrota del socialismo. Europa está dejando de ser socialdemócrata, o al menos socialdemócrata oficial.