Hoy vamos de mascarillas. No sé si les pasará a ustedes, pero cuando la llevo puesta, soy más lenta. Me tapa la boca, pero es como si me tapara los ojos y los oídos. No atiendo bien, me cuesta más moverme, pienso más despacio. Además, todavía no he conseguido enterarme, a pesar de la avalancha de información, de qué tipo es el adecuado, de si son reutilizables o no, de si las de tela valen para algo, son de adorno o qué. No entiendo si las quirúrgicas hay que tirarlas después de un uso o si las dejas al aire durante dos semanas el virus se ha muerto y se pueden volver a usar. No entiendo por qué hay que lavar la ropa a 60 grados (se dice con mucha alegría, pero salvo que vistas con monos de obrero, a 60 grados te cargas la ropa, aviso a navegantes) o si con lavar normal y planchar, y luego guardar en barbecho, ya es suficiente.

No sé si ahora mismo tengo mi armario lleno de virus, esperando a posarse sobre mi piel, porque no he conseguido enterarme de cuánto tiempo vive el bicho sobre los diversos tejidos. Me pregunto si los guantes se tiran tras cada uso o los puedo lavar con jabón, porque si el jabón mata el virus en mis manos, ¿también lo hace en los guantes? Es que es un gasto muy loco. Tampoco sé si cada día debo desinfectar las llaves, el bonobús, el bolso entero. O por qué no pueden entrar los zapatos en casa, dado que ni voy a chupar la suela, ni el suelo por el que piso. Total, que no tengo claro casi nada. Tampoco tenía claro por qué podía ir a comprar a cualquier hora pero no a pasear, por ejemplo. ¿Y saben por qué dudo de tantas cosas? Porque hay demasiada información. Y porque con la mascarilla, que no me quito, pienso lenta. Ya se lo había advertido.

*Periodista