Mientras el coste de la vida de los últimos años se mantuvo al ralentí, el ínfimo incremento por ley del 0,25% de las pensiones permitía aducir que estas crecían anualmente sin sonrojarse, aunque el sarcasmo se colara al comprobar que la subida sobre la pensión media apenas superaba los dos euros mensuales. Cuando la detectada recuperación económica va elevando el listón del IPC, la pérdida directa de poder adquisitivo ya es un hecho. España, en su afán de hacer viable el sistema, ha optado por repartir las carencias, recortando el natural incremento del gasto en lugar de focalizar el dilema en el aumento de los ingresos para sostener el andamiaje de la jubilación. Desfondada la hucha, de la que solo quedan 8.000 millones que apenas cubren una paga extra, y con un desajuste anual de 18.000 millones entre lo que aportan los activos y lo que reciben los pensionistas, el futuro exige decisiones políticas de calado que no se vislumbran. Como si financiar la jubilación de quién destinó fondos importantes de su vida laboral a tal fin fuera una dádiva y no un derecho alimentado con sus inversiones que los poderes públicos deben encargarse de gestionar. Y reiterar que las cuentas no salen entre lo recaudado y lo distribuido es quedarse a medias. Si España destina a pensiones el 12% del PIB mientras Italia llega al 17% y Francia al 15%, es señal de que hay horquilla económica para ajustar el sistema. Un asunto que va ganando fuerza en la orientación del voto. Y ese lenguaje sí que lo entienden quienes deben proponer o tomar decisiones.

*Periodista