Si hubiera sido un bumerán le hubiera dado en la cabeza al Rey o, cuando menos, al anónimo autor de su discurso. Pero como solo fueron palabras, al final se las llevó el viento. Fue en Davos, en enero, donde Felipe VI destacó en su intervención la calidad y buena salud de la democracia española, citando un estudio de The Economist Intelligence Unit (EIU). Curiosamente, solo unos días más tarde se supo que los datos de referencia habían sido tomados del 2016 y que precisamente el mismo think tank británico actualizaba sus valoraciones, rebajando la nota de España de 8,30 a 8,08, es decir, rozando el estatus de «democracia imperfecta» (de 8 a 10 la calificación es de «democracia plena»).

No se trata de un dato escandaloso, pero sí preocupante, especialmente si se toma desde el punto de vista de la tendencia. Es verdad que sobran estudios y trabajos de calado, como los que destaca el profesor Pau Marí-Klose en Agenda Pública, citando a Freedom House, World Governance Indicators o el ya nombrado EIU, en los que se ratifica la solvencia democrática española, pero también es cierto que en los últimos años se han acumulado trabajos, igualmente de prestigio, que siembran más dudas, desde la Encuesta Social Europea del 2012 hasta el Informe de Bienestar de la OCDE del 2017, pasando por la inquietud mostrada por la ONU en el 2015 o el Ránking 2016 de la plataforma +Democracia. En todos estos casos se ofrecen argumentos que ponen en cuestión muchos de los estándares democráticos exigibles a España.

Quizá la prueba de estrés a la que ha sometido al Estado el desafío independentista catalán haya sido el más llamativo de los exámenes (los porrazos del 1-O sobraron), pero echando la vista atrás no faltan suspensos. Las gestiones de tragedias como las del Yak-42 o el metro de Valencia (propias de unos responsables públicos de cloaca), la oscura urdimbre de un ministro grabado secretamente en su propio despacho (ídem) o el aviso sobre el resquebrajamiento de la libertad de prensa lanzado por Reporteros Sin Fronteras son ejemplos esclarecedores. A ello habría que sumar, claro, la llamada ley mordaza («cada reforma del Código Penal ha limitado conquistas, añadiendo autoritarismo», dice García Montero) o la incapacidad innata para actualizar la Constitución. La guinda, eso sí, la pone la mancha permanente de corrupción que exhibe el partido en el Gobierno. ¿Será verdad que lo llamamos democracia y no lo es... tanto? H *Periodista