A don José Bello no le gusta nada que le llamen Pepín. Le molesta mucho el diminutivo, y ahora, después de cien años, empieza a rechazarlo para sugerir de muy buenas maneras a la interlocutora que él atiende por José. Es curioso que Pepín no quiera ser Pepín justo cuando todo el mundo ha podido apreciar estos días la frescura de sus cien años, la lucidez de una mente privilegiada, prácticamente consagrada al limpio recuerdo de sus amigos, y la humildad de quien voluntariamente se relegó a un tercer plano cuando muy bien podría haberse situado en primera línea simplemente contando intimidades, debilidades y miserias, que de todo hubo en esa tropa de amigos.

Si don José ha callado lo que Pepín podía contar de primera mano es simplemente porque él es un hombre decente y educado en el buen gusto, algo que le impide ser indiscreto con quienes le confiaron su amistad. Intentó contarlo todo en unas memorias que escribió cuando empezó a hacerse viejo, allá por la segunda mitad del siglo pasado, pero dice que el resultado no le gustó nada porque habría decepcionado a sus amigos --Buñuel, Dalí y García Lorca--, que son su mejor obra.

El oscense Pepín Bello es uno de los pocos privilegiados que puede disfrutar de la celebración, hoy, de su centenario. Y lo hace con plena consciencia, preñado de vitalidad y socarronería, y rodeado de gente que le quiere y le admira. Su mayor mérito ha sido guardar silencio, pero no vale sólo por lo que calla. Vale sobre todo porque es un enorme trozo de historia y nunca ha querido emplearla en beneficio propio.