Asistimos en los últimos meses a reiterados intentos para que Zaragoza pase de ser una ciudad grande a una gran ciudad. Las instituciones más cercanas desgranan una serie de asuntos de vital importancia para el futuro de la capital aragonesa; aquellos que provocan cambios estructurales a largo plazo o, alternativamente, de los que debemos sentirnos orgullosos. Pero esto no es suficiente.

Por ejemplo, se nos destaca que disponemos de una ley para grandes ciudades, en apariencia muy interesante aunque de momento lo único que hemos percibido es la sustitución de la teniente de alcalde de Economía por un catedrático del ramo, amén de reemplazar una comisión de gobierno plural por una mesa camilla de concejales y expertos. Otro ejemplo: aspiramos a acoger un evento internacional de primer orden que coloque la capital en el mapa de las grandes urbes mundiales con capacidad de atracción y de organización, como la Expo 2008, sin explicársenos con suficiencia cómo, cuándo y quién pagará el proyecto, algunas de cuyas patas esenciales, como son el puente del Tercer Milenio o el azud del Ebro, siguen esperando. Por tener, tenemos hasta dos sueños, uno de modernidad --crear un gran barrio digital lleno de cibervecinos felices y contentos y de empresas punteras en tecnologías de la información-- y otro de grandeza: conseguir que el municipio y su área metropolitana alcance el millón de habitantes y ratificar así su papel como polo de atracción.

La reflexión no iría a más si mientras todo esto ocurre fuéramos capaces de solucionar nuestros problemas comunes más inmediatos, aquellos con los que nos rozamos a diario y con los que descendemos a lo terrenal. Cuestiones que por su habitualidad no deberían tener carta de naturaleza, al menos en una urbe que se dice grande y de los que también tenemos ejemplos evidentes. Aquí van unos cuantos de esta misma semana. Nuestro primer bebé del año ha pasado sus primeros días de vida junto a su madre mendiga deambulando por las calles del centro. Ha sido necesaria una inusitada presión vecinal y mediática para solucionar una aberración viaria que cuesta vidas cada año, como es el acceso al Picarral desde la carretera de Huesca que ya debería estar erradicado hace años. Por no hablar de las colas del bonobús o de situaciones tan lamentables como la del híper de Utrillas, con una resolución judicial en ciernes obligando a la clausura de parte de su galería comercial que amenaza con suponer para la ciudad un desembolso millonario fruto del error de sus gobernantes, que lógicamente no pagarán el desaguisado.

Si no se resuelven situaciones como las descritas difícilmente podremos decir que somos una gran ciudad, por más leyes de las que nos beneficiemos o por más expos que organicemos. Con madres mendigas, con colas para cambiar el bonobús o con decisiones tan gravosas para la ciudad como la aprobación de planes urbanísticos irregulares, afirmar que vamos por el camino adecuado sería formular una lectura de la realidad distorsionada.

Acaso la única fórmula para hacer creíbles los grandes proyectos es zanjar cuanto antes el déficit en las cuestiones diarias, que merman directamente su credibilidad. Aunque a nadie se le escapa que en ocasiones esos temas sustanciales pueden contribuir a solucionar los problemas más nimios, es urgente que el nuevo equipo de gobierno municipal coja el toro por los cuernos y comience a resolver el día a día con diligencia. Esta misma semana, el alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, pronunció una interesante conferencia en Madrid en la que apeló a la necesidad de incorporar el papel de las grandes ciudades en el debate nacional. Además de solicitar nuevas fórmulas de financiación para las maltrechas haciendas locales y de reivindicar la importancia del municipalismo por ser la forma más directa de hacer política y la mejor percibida por los ciudadanos, urge ya que bajemos a la arena de los asuntos concretos. Del mismo modo que Belloch solicita que el debate nacional incorpore la cuestión local, en el debate local no se puede volver la cara a los pequeños problemas. Detectar las necesidades generales es muy loable, pero descender de lo general a lo concreto es una obligación de quien ostenta la responsabilidad de gobernar la cosa pública.

Pronto se cumplirán ocho meses de las elecciones locales, y va siendo hora de comenzar a exponer resultados tangibles de la gestión. Y no sólo de la municipal, puesto que la mayoría de los asuntos de relevancia implican a más de una administración, cuando no a otros colectivos. Hemos empleado ya mucho tiempo en reorganizar departamentos, especialmente el de Urbanismo, o en realizar una radiografía de la situación económica del ayuntamiento. Probablemente el caso de la madre mendiga o las colas del autobús no sean sustanciales desde el prisma de la alta política, pero en una gran ciudad deberían resolverse con celeridad y con suficiencia. Cumplido este requisito, tratar lo que los políticos llaman grandes temas o cuestiones de estado sería mucho más sencillo y, sobre todo, más gratificante.

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