Después del Prestige y el Xacobeo, Galicia ha dado la vuelta al mundo exportando la imagen de érase un presidente a un atril atado. ¿Qué pensará la civilizada Europa de la patética estampa del último dinosaurio del franquismo aferrándose al vade de la tribuna de oradores del Parlamento gallego, como si del manto de la Virgen del Pilar se tratara?

Al sentirse indispuesto, Fraga -don Manuel, para los nostálgicos--, debiera haberse retirado del uso de la palabra, tal y como hubiera hecho cualquiera de nosotros, pero el dinosaurio siguió allí, como en el cuento de Monterroso, forcejeando contra los diputados que intentaban apartarlo para que lo viera un médico. ¡Luchando a brazo partido contra aquellos que pretendían segregarlo del cumplimiento de su deber! Pues no hace falta ser psicólogo para deducir que aun en ese momento de debilidad, de derrumbamiento, Fraga debió sentir de nuevo, entre las neblinas de la lipotimia, la llamada del servicio a la patria. A la gallega, a la española.

El poder, al que el anciano Fraga, agotado y enfermo, se aferra con los últimos alientos de su vida política, debe atraer y atrapar como una piedra imán. Sabe el autarca de la Xunta que el poder abandona a quienes lo abandonan, y castiga relegando al olvido a aquéllos que apenas permanecen en él, o que estando en el poder resultan ajenos a su naturaleza atroz, que no es otra que el dominio de los hombres. Un arte que el de Perbes aprendió del Caudillo, y cuyos principios de autoridad, disciplina y libertad ha importado a la democracia, y a su partido, contaminando ambos con el mesianismo folklórico de la derecha española.

Pero el final está escrito, y todos los trucos de Fraga, aprendidos en su largo ejercicio de la autoridad, no sirven ya para expiar su grotesca terquedad. No hay nada más ridículo que un viejo intentando aparentar una nueva juventud, vistiéndose con los colores claros de nuevos discursos, encorbatándose para renovados actos, sacando brillo a enloquecedoras agendas, y no otra cosa que el ridículo viene haciendo don Manuel con sus trompicones y fajas, sus bastones y dislates, la momificada exhibición de un supuesto vigor que ya le falta hasta en el aire del gallego chapurrear...

Como una mariposa revoloteando en torno al farol del poder, como Franco, como Fidel, Fraga se apaga, se extingue. Ha hecho de todo para ser como ellos, pero nunca llegó a la Jefatura del Estado, ese pasaporte a la historia, a la gloria, que da derecho a un escaño en el cielo. Como aquel otro gallego ilustre, Camilo José Cela, ha trabajado, a pelo y a lana, para tiranos y demócratas. Se ha inclinado ante la púrpura, pero también ante las rojas banderas del Comandante de la Revolución cubana, donde al fin lo trataron como a un jefe de gobierno. Abominaba de los nacionalismos, pero hubo de fingirse autóctono para eludir a Beiras. Y, desde su pequeño trono, abogó por la reforma estatutaria, constitucional, si necesario fuere, con tal de no perder uno solo de sus ungidos votos.

Un caso extremo de locura de poder.

*Escritor y periodista