El primer caso llega con un comentario casual: ¿sabes que fulanito (o menganita) se va? --Pues no, no sabía nada. La cosa se queda como lo que es, una anécdota que el trajín del día a día acaba por borrar. Y sigues con tus cosas, con tus amistades, con las noticias de los periódicos y, también, con algún cabreo ocasional por el monotema dichoso que ha acabado por absorber buena parte de la vida pública catalana. Pero tras esa primera revelación llegan más: un familiar que vive en otro punto del territorio, el médico de un compañero de trabajo que pide el traslado o, las más de las veces, un conocido de alguna de tus amistades.

Hasta cierto punto parece algo normal, puesto que todas estas personas tienen algo en común: llegaron, hace más o menos tiempo, a Cataluña desde el resto del territorio español. Sin saberlo, forman parte de una red invisible de contactos que ha ido emergiendo en tiempos recientes como una especie de reverso de ese pueblo unido, armonioso e integrado que proyectó el catalanismo en los setenta y ochenta.

Con todo, uno no es realmente consciente del fenómeno hasta que un día, echando la vista atrás, se da cuenta de que a su alrededor se está produciendo un auténtico goteo de mudanzas. Aunque parezca increíble, personas con más de 30 años a sus espaldas en un mismo lugar, con su carga de recuerdos y relaciones personales, deciden empezar una nueva etapa de sus vidas (por la jubilación, tras un divorcio) en otro lugar. Normalmente es una vuelta a los orígenes -Zaragoza destaca en mi círculo personal, pero conozco granadinos, manchegos o leoneses--, si bien también hay quienes han decidido, directamente, poner tierra de por medio. Nunca es una decisión fácil.

Las personas formamos parte del paisaje y este acaba moldeándonos. Ya que no nos es dado elegir el lugar donde nacemos, muchos escogemos adoptar algo de cada uno de los sitios en los que vivimos, sea cual sea en cada momento, como una parte de nuestra personalidad. (En mi caso, esto supone unir a mi condición de montisonense, la de madrileño de juventud, maño en la primera madurez y catalán de adopción oriundo de la Franja ahora). Detrás de cada una de estas decisiones hay un desgarro.

Estos días, un artículo de Javier Cercas ha resumido muy bien la naturaleza de ese desgarro. No por casualidad, llevaba por título La traición. Todas las rupturas sentimentales son dolorosas, también las que se producen entre el individuo y la colectividad. Como se ha repetido hasta la saciedad a lo largo de estos años tan sordos, además de los intereses económicos amenazados, de las ambiciones de poder ocultas tras determinados planteamientos políticos o de una manera más abierta y amable de entender la identidad, el principal damnificado por el mal llamado problema catalán ha sido el afecto entre ciudadanos anónimos. (Eso que llamamos solidaridad y que es la base de eso otro que llamamos nación, país o Estado). Personas dolidas las ha habido -y las hay-- tanto entre quienes defienden la independencia de Cataluña como entre quienes creemos que este ha sido un proyecto impostado y fraudulento desde el primer momento. Pero hoy se adueña más la tristeza de quienes un día se creyeron parte de esos otros catalanes retratados por Francisco Candel. Llegados desde todos los puntos de la península, se involucraron en la aventura de construir una sociedad más plural, más culta y más moderna que la negra realidad que muchas veces dejaban atrás.

Duele decirlo, pero Cataluña está perdiendo hoy a esa otra parte de sí misma. El omnipresente discurso en torno a la independencia ha hecho a muchos de sus ciudadanos exiliados interiores y está vaciando sus tribunas públicas, sus instituciones y sus calles de parte de la riqueza que la convirtió en uno de los lugares más abiertos del país. Atrás quedaron ya los debates interminables entre quienes habían alternado discrepancias y desacuerdos con momentos de orgullo compartido durante décadas. Hoy nadie discute en Cataluña qué es ser catalán; se da por sobreentendido. Como el personaje de Ionesco, algunos se guardan para sí sus pensamientos íntimos frente a la amenaza del grupo; otros, entretanto, van buscando su oportunidad. Y, cuando pueden, se van.

*Periodista