Durante este largo primer año de invasión anglo-estadounidense de Irak, el Ejército de EEUU --la única fuerza que podía imponer su ley-- se ha desentendido de la seguridad general del país, como se demostró con los atentados que forzaron la retirada de la ONU y de muchas ONG, incluida la Cruz Roja. Los militares norteamericanos se limitaron a atrincherarse en sus cuarteles y en la zona verde de Bagdad, fortines de los que sólo salían para acometer operaciones de castigo contra los insurgentes, al más puro estilo de un ejército de ocupación. Al final, esa estrategia de mínimo esfuerzo --diseñada por el vicepresidente Cheney para ahorrar despliegue bélico y criticada por muchos altos mandos del Pentágono-- ha dado los peores frutos que se podían esperar: el caos se ha adueñado de la situación y la comunidad internacional huye en desbandada del campo de batalla.

Aun así, la Casa Blanca parece ser ya la única que hace caso omiso de las señales de alarma y se empeña en reiterar que pondrá fin a la rebelión shií por la fuerza y acabará con los secuestradores de extranjeros por el mismo método. Un sistema que ha fallado a todas luces en la guerra contra el terrorismo y que va por el mismo camino en Irak.